Un “Maestro” en la tribuna

18 ene 2020 / 11:20 H.
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Apesar de que ya el ciclón de la historia ha dejado muy atrás aquellas sesiones previas a la investidura del señor Sánchez como presidente del Gobierno, campo a través de mi vieja neurona docente siguen con su maratón particular las palabras del diputado Joan Baldoví en las que “confesaba” ser “Maestro de Escuela”. A pesar de que no coincido con alguno de sus planteamientos ideológicos, sí que he de reconocer que al oírlo desaparecieron las miasténicas dolencias que me alejaron de “mis” chavales y volví a ser, de nuevo, “Maestro”. Salta el corrector cuando así, sin venir a cuento según su memoria “diccionárica”, escribo esa palabra con mayúscula. Sin embargo, siempre he afirmado que “Maestro” debería escribirse siempre así. Lo minúsculo no tiene cabida en un concepto de tal inconmensurable grandeza. Los adversarios de Baldoví agitaron sus risas sarcásticas ante la revelación que el parlamentario hizo desde la tribuna. Ignoro si por un desprecio cerval a la importancia de la labor de quienes tienen en su mano el florecimiento de las siguientes generaciones o por el mezquino placer de despreciar al contrario sin dilucidar ni concretar el aspecto a derribar. Atacar por atacar, destruir por destruir, difamar por difamar, parecen acciones propias de un argumentario que los políticos acarician con una frecuencia que debería sonrojarnos y hacernos reaccionar.

Por el contrario, rara vez se ponen de acuerdo esos representantes patrios en elevar la calidad de la enseñanza, en aumentar el presupuesto de Educación, en acrecentar no ya el aprecio social hacia el cuerpo docente sino, incluso, en otorgarles el predicamento que merecen por su labor. Los profesionales de la enseñanza, vamos, los “Maestros”, tienen, y de ello se han quejado últimamente varias asociaciones, una rémora que pocos políticos del ramo se han parado a investigar: la burocracia. Tiempos hubo en que lo importante era la labor del día a día en el aula, la atención a los que marchan rápido y a los que avanzan con dificultad, el contacto con los niños y niñas y sus familias en una experiencia productiva pero, a la vez, placentera; provechosa pero confortable; propicia pero gratificante. Pero una vez, en un tiempo no muy lejano, algún gerifalte —despacho en ristre— decidió que era absolutamente necesario plasmar esa sabia labor en mil y un impresos, listados, programaciones, modelos, formularios, adaptaciones, competencias, objetivos, currículos y relaciones que cuantificaran el aprendizaje en función de la particular visión del responsable de turno. Abrir el aula al exterior, dejar que el aire de la vida real impregne cada momento, hacer de la experiencia de aprender un apéndice indispensable de la asignatura de crecer, salpicar de deseo el ansia de saber, ascender peldaño a peldaño en la propia autoestima, impulsar a quienes tienes frente a ti a aprehenderlo todo con los instrumentos que construyes junto a ellos, darles la semilla de la crítica para que la planten en su huerto interior. Esos objetivos no requieren enésimas recreaciones burocráticas sino una conexión del que enseña con el que aprende de tal modo que la energía fluya en ambos sentidos, biunívoca, libre, abrazando el futuro desde los cimientos comunes de un presente compartido. Reivindiquemos la labor del “Maestro”. El mañana nos lo agradecerá. Y el hoy, también

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