Un cuento cruel

    22 ago 2021 / 17:34 H.
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    Apenas puedo ver ya nada. Solo intuyo, con cada paletada de tierra, que estoy casi enterrada hasta más allá de la cintura. Una tela oscura me impide distinguir a los que, en animada charla, se encargan de ir rellenando el agujero en el que me han arrojado. Tengo los brazos aprisionados a lo largo del cuerpo y las piernas en una dolorosa posición a la que mi cuerpo se empieza a acostumbrar. Hace calor bajo esta tela, aunque un cierto frescor parece inundarme por los pies. El parloteo a mi alrededor se ha detenido. Aplastan un poco la tierra frente a mi pecho y la tela que me cubre se tensa con la presión de las palas. Cierro los ojos y las tinieblas se tornan oscuridad. En esa negrura absoluta aun puedo manejar, ansiosa, los recuerdos. Mi mente florece en mitad de esa noche y se recrea en el tacto de aquella piel con la que descubrí el amor; en el brillo de aquellos ojos en los que puede mirarme sin sentir mas que ese alegre cosquilleo que te recorre cuando hay alguien con quien todo parece detenerse. Me niego a dejar que penetre en mi ensoñación el dedo delator, el grito insultante, las palabras obscenas con que me han retratado quienes yo creía amigos y vecinos. Tampoco voy a permitir que aquellos que han sido mi familia y que ahora abominan de su propia sangre pululen por mi mente en el postrer adiós al que sé que me acerco. Sola, en mitad de este agujero, espero que la lluvia de golpes me arrebate el último suspiro. Pero no voy a gritar. No lloraré desconsolada. Nadie puede ver mi rostro, pero hay un rictus de orgullo, un toque de altiva suficiencia, una firme convicción de no haber infringido nada más allá de mi propia conciencia. Darme al amor me elevó sobre las tercas maldades circundantes, sobre la cerrazón y el odio, sobre la oscura y cruel realidad. Solo hay una lágrima, una punzada que sí que me traspasa y me doblega. No es solo a mi a quien van a ir golpeando con el pausado sadismo que alargará mi marcha. No. Hay un alma inocente conmigo. Alguien que no podrá conocer los ojos tiernos de quien lo hizo brotar. Alguien que solo respirará unos instantes más y que se apagará cuando mis latidos lo hagan. Alguien a quien no acunaré y nunca veré crecer. No puedo apretar mi vientre y transmitirle la paz que pretendo mantener, pero sé que sus células, aun prendidas de las mías, saben que fue fruto de un amor inmenso, de una pasión ilimitada, de ese deseo que lo hizo florecer. Nos iremos juntos a la nada. O al paraíso. No puedo pararme ahora a dilucidar nuestro destino. Varias piedras acaban de golpearme la cabeza. Creo que me sangra un oído. La mandíbula cruje. Un líquido cálido me llena el rostro. Ya no puedo pensar. Vámonos, hijo mío. El universo nos espera.

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