Ultraliberales y los impuestos

    24 jun 2025 / 08:56 H.
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    Durante la primera semana de este mes de junio se celebró el Madrid Economic Forum, que reunió a varios centenares de jóvenes ultraliberales, en su mayoría varones y de edad no muy superior a la treintena de años. Debo reconocer que algunas de las ideas que allí se defendieron me consiguen “poner el vello de punta”. Por ejemplo, “los impuestos son un robo”, “soy capitalista a full” —a muerte—, “fuck taxes” —que les jodan a los impuestos—, “¿A quién le gusta pagar impuestos? A mí no”, “todos a Andorra para no pagar impuestos” y otras cuantas lindezas más. En suma, todo un canto a la jibarización del Estado, a su reducción a la mínima expresión. Desde luego no es casual que los principales oradores fueran fieles seguidores de los “cachorros de Wall Street”, es decir, jóvenes youtubers y empresarios tecnológicos de última generación, con éxito en sus actividades emprendedoras y muchos de ellos “simplemente ricos”. También se pasaron por allí el nonagenario Ramón Tamames o la ultraliberal-conservadora Esperanza Aguirre.

    Ante tal defensa del ultraliberalismo no me queda otra opción que preguntarme por la función que se asigna al Estado en la economía. Pues bien, en cualquier país desarrollado, los objetivos de la intervención del sector público en la economía son, tal y como señalan Serrano y Bandrés: en primer lugar, paliar los fallos del mercado en las situaciones en que éste no consigue por sí solo una asignación eficiente de recursos, como es el caso de los monopolios, la contaminación ambiental o la producción de bienes públicos en los que no es posible la exclusión (la defensa); en segundo lugar, modificar la distribución de la renta buscando una mayor igualdad mediante políticas de gasto público, tales como transferencias en efectivo —subsidios y subvenciones— o bien mediante transferencias en especie —gasto en educación, sanidad o servicios sociales—; en tercer lugar, el Estado debe tratar de reducir las perturbaciones cíclicas de la economía y conseguir una senda equilibrada de crecimiento.

    Tal y como ya he afirmado en anteriores colaboraciones, es lógico que los ciudadanos se pregunten por el destino al que dirige el Estado los recursos captados a través de la exacción fiscal. Parece obvio que para mantener la estructura institucional (poderes legislativo, ejecutivo y judicial) se requieren recursos, así como para asegurar el orden público, la defensa nacional y la representación diplomática en el exterior, como también para la ampliación y el mantenimiento de las infraestructuras (carreteras, ferrocarriles, puertos, aeropuertos, embalses hidráulicos). Asimismo, una parte muy importante de los ingresos se dirigen a modificar la distribución de la renta en sentido igualitario mediante políticas de gasto público, tales como las transferencias en efectivo (subsidios por desempleo y ayudas a empresas), o bien mediante pagos en especie (educación, sanidad, políticas sociales y dependencia). En definitiva, el catálogo de destinos al que dirigir los ingresos es amplio, entre los que destaca el mantenimiento del Estado del Bienestar, que incluye aquellas intervenciones públicas encaminadas a mejorar el bienestar y la calidad de vida de la población.

    Los ciudadanos tenemos derecho a una buena educación, a una mejor sanidad pública, a más y mejores infraestructuras, a pensiones dignas, a subsidios de paro o de incapacidad laboral, a una mayor seguridad pública, a una digna representación en el ámbito internacional, etcétera. Pues bien, para conseguirlo hacen falta ingresos y éstos salen de los impuestos. Debemos exigir a nuestros gobernantes que cumplan estrictamente con la finalidad de los mismos, que sean eficaces y eficientes en el gasto público, que persigan a los defraudadores, que luchen contra la evasión fiscal y la economía sumergida. No, no comparto las ideas ultraliberales de los jóvenes “cachorros” que pretenden reducir el Estado a su mínima expresión. Ahora bien, tampoco puedo dejar de manifestar mi más enérgica repulsa a la corrupción política que dilapida recursos y desvía los fondos públicos de su función esencial.

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