Tiempos de refeudalización

21 oct 2021 / 15:31 H.
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Mientras las ratas se revuelcan en su alcantarilla, ente lodos infectos y aguas negras, mordiéndose las unas a las otras, chapoteando en la oscuridad de sus miserias, golpeándose con el rabo pelado como un látigo, peleándose, haciéndose daño e infectándose con sus venenos, virus y enfermedades, los ricos y muy ricos se divierten, se dan la vida padre y miran desde lo alto, frotándose las manos, porque les interesa tener a la escoria entretenida ahí abajo, entre el fango y la podredumbre, ocupada en trifulcas banales por un trozo de pan duro. Por unas chucherías o un plato de lentejas. Las ratas guardan el rencor como una bilis espesa en sus venas, en vez de sangre. La corrosión hace el resto. Un óxido ferruginoso y altamente nocivo es nuestra médula espinal. Yo no sé quién nos ha configurado para que todos nos creamos un sistema, tan autónomos e independientes, pero lo cierto es que el sistema nos ha formado de tal manera que pensamos o creemos que nuestro yo tiene algún valor sobre otros yoes. Bueno, no es que no me valore, o que no valore al ser humano, porque la vida de uno mismo es lo único que se tiene, sino que en este mundo donde se han disuelto las identidades hasta límites insospechados, ¿por qué moralmente seguimos sin avanzar un milímetro? ¿Y qué quiere decir esto? ¿Y hacia dónde nos llevaría el final —en sus extremos— de este interrogante?

En el siglo XIX, de donde proviene la contemporaneidad, los intelectuales, escritores, pensadores y artistas ya se formulaban esas mismas preguntas. Su reacción —de rechazo— fue apartarse de la sociedad, de ahí la bohemia. Las interpelaciones anteriores podrían entenderse más ampliamente. A ver. Los merodeadores acechan, y están al servicio del mejor postor, que se reviste de poder —perpetuándose— en sus diversas facetas. Recuerdo bien la extraordinaria Stalker (1979), una de las mejores películas de la historia, o al menos que yo he visto. Lo que sucedía en “La Zona”, cuando los humanos aparecían, cambiaba y se metamorfoseaba. Desde el exterior intocado, desde la materia que nadie había hecho suya, como una burbuja, todo parecía perfecto y con sus proporciones, acciones-reacciones habituales, lógica y matemáticamente perfectas. Pero en el momento en que los merodeadores, esos aventureros empedernidos, husmeadores, olisqueadores de lo ajeno, curiosos por naturaleza, se acercaban a “La Zona”, todo se tornaba diverso, no respondía a los parámetros razonables o normales, se disparaban las alarmas y el peligro se volvía inminente.

En la Edad Media se creía en lo sobrenatural. Los señores —detentadores del poder— instrumentalizaban la superstición para tener acomplejados a sus vasallos. Ahora, con otras supersticiones, el pueblo sigue estando —otras particulares formas de vasallaje— enajenado. El clasismo imperante deslegitima las instituciones. ¿Cómo vamos a creer ningún discurso legitimador cuando se siguen reproduciendo los mismos modelos, y la misma gente, las mismas familias, los mismos mediocres ocupan los cargos, y siguen medrando los de siempre? Vivimos ciertamente tiempos de refeudalización. O sea, que si en el cómo decimos las cosas nos va la vida, porque somos lo que decimos, y porque el lenguaje nos atraviesa, hay que tomar medidas y saber qué decimos. Y cómo, dónde, a quién y con qué finalidad o intención. Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.

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