¿Tiempo de retorno?

03 nov 2025 / 08:27 H.
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De los cien temas de aquellas oposiciones a enseñanzas medias, la fotografía y el cine quedaron aparcados hasta que, de pronto, nos introducíamos en una librería especializada en libros adecuados que, efectivamente, pocas horas después, analizábamos con tanta desgana como desconfianza. Los días y las tensiones habían calado en nosotros más no procedía otra cosa que tratar de superar el trance y empollar sobre aquellas páginas odiosas.

Hasta entonces, el cine había sido un proceso de conocimiento contemplativo, cuyas imágenes me acercaban a territorios de climas más o menos emocionales cercanos a los que, de manera más reflexiva, podían entroncar con la literatura. Hablamos, claro es, de una literatura en claves adecuadas para aspirantes a clase A y, por consiguiente, con el pertinente afán de “contemporaneidad”. De pronto, y llegados por carriles existenciales de muy diferente procedencia, éramos seducidos por una hermenéutica ajustada a la dinámica de aquellos años de fermento social, entre cuyos referentes de turno figuraban Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre, pero también el rumor, ya en lontananza, de ciertas voces procedentes del Ulises. Un Joyce casi ensombrecido ante la efervescencia de dos obras tan significativas como “El hombre sin atributo” y “El hombre unidimensional”. Sí, ciertamente, parecería que Robert Marcuse y Robert Musil habían decidido conformar la pareja que, en algún sentido, nos vigilaba mientras esperábamos con impaciencia a un tal Godot. Aquella obra de doble lectura de Samuel Beckett. Autor que, a mayor abundamiento, vivía en París. Ciudad que, por encima de otras referencias, contaba con la atracción de la Sorbona. Dos lugares absolutamente míticos para nosotros, españolitos de una época que aún padecían el desasosiego producido por los obuses de aquella guerra más que cruenta del 36. Con todo, París continuaba siendo lugar para delicados estetas empeñados en hallar espacios adecuados para investigaciones que aún no han encontrado el fruto de naturaleza humana que tanto parecía preocupar a ellos y a nosotros que, sin embargo, si encontramos en el cine espacios de percepción, cuyo pulso social visibilizamos más tarde. Ésto es, rebasado aquel tiempo boscoso que, a más de una década de los primeros cincuenta años del pasado siglo.

Con todo, su cuadratura literaria y sus códigos de lectura nos resultaban de mayor densidad que las imágenes cinematográficas que, con sus fuera de campo, eran de mayor elocuencia. De tal suerte, la pantalla nos fue ganando con sus relatos de modo sostenido y tenaz. Mística espacial, pero también mística del discurso dominante e interpuesto entre una clientela dispuesta a consumir cuanto fuese proyectado en los llamados cines de arte y ensayo ocupados, ¡que ironía!, por aspirantes a clase A. La otra, la de argumentario menos complejo, parecía mejor dispuesta para ser proyectada en las pantallas de los cines populares, llamada clase B. Esto es, para, quienes acudían a ver películas producidas en los estudios de un Hollywood, mal entendido y peor considerado por aquellas supuestas élites incapaces de reparar suficientemente en dos etapas del cine norteamericano. La que va de 1908 a 1930, y la que transcurre entre los años 1930 y 1960. La primera gestionada a través del pensamiento del mundo “wasp”. La segunda, gestionada tras el entendimiento de dos universos tan distantes como el judío y el más ortodoxo catolicismo que, a partir de 1924, logran hermanar esfuerzos con lealtad. Dos épocas diferentes y, claro es, dos modos y dos tiempos de pensamiento de gran trascendencia en aquella cultura norteamericana tendente a dominar el mercado internacional con productos, no solo de distinta calidad formal, también de muy diferente ideología y ética, tal y como acaece con películas producidas por los estudios Metro Goldwyn Mayer, cuyo pulso sienta bases de un humanismo con alientos absolutamente occidentales, soslayados en aquellos libros adquiridos en Madrid el mismo día que, casualidades aparte, el presidente Adolfo Suárez legalizaba el PCE.

Todo un trayecto recorrido con aranceles impuestos por la “alta cultura”. Imágenes, en consecuencia, que con su fuera de plano, facilitaban la comprensión del relato, de cualquier relato, hasta que, el llamado culto seducía nuestro ego con proyecciones como las de Ingmar Bergman. Sin embargo, quedaban soslayadas otras no menos importante de Elia kazan, como “América, América” que, de algún modo, nos acercaba a ese mundo del realismo italiano. Un aliento, por lo demás, respirado desde el pacto de 1924 por productoras norteamericanas que, en 1954, produce “Sinue el Egipcio”, cuyo dialogo entre la autoridad política y el medico lo hubiese refrendado el propio Julio Anguita. Una obra, en fin que, como otras, sortea esa treta más que elitista que separa a las personas en clases con diferente capacidad para el correcto discernimiento. Acaso, porque a estos aspirantes a clase A, se les ha olvidado que la llamada cultura “wasp” supone una amenaza para la de Occidente. Es probable que Donald Trump y sus asesores se hallen reparando en esto mientras que, a escondidas, observan cada una de las secuencias y diálogos de una obra tan cimera en cualquiera de las tres cintas que la componen como “El padrino”.

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