Subirse a un árbol

    28 jun 2019 / 11:43 H.

    Los de mi generación idealizábamos, en nuestra juventud, la armonía entre las ideas, y nos ha costado lo nuestro asumir que existe el mal irremediable. A golpe de desencanto hemos aprendido que existe la maldad gratuita, afición favorita que practican aquellos que le ponen zancadillas a la Historia (con mayúscula) sin beneficiarse en nada de ello. Ya nos lo decía el ilustrado Voltaire: “Una de las mayores desgracias de las gentes honradas es que son cobardes”. Y este mundo, repleto de ideas globalizantes, parece que está hecho sólo y exclusivamente para los chacales valientes.

    Pero es el mismo Voltaire quien nos da la solución: “Entre lobos, conviene aullar de vez en cuando”, posiblemente porque la Historia (con mayúscula) nos haya perpetuado un modelo de persona honrada pero necesariamente cobarde, inspirado en el empeño que los creadores de todas las globalizaciones posibles han puesto para que nos creamos que sólo nos hacemos merecedores de la diaria ración de progreso y bienestar, exclusivamente desde el silencio de los corderos. El “come y calla” con el que pretendieron vanamente amamantar a toda una generación, que sigue creyendo en la armonía y la transparencia de las ideas como el mejor antídoto frente a todos los que desde la maldad gratuita le siguen poniendo zancadillas a la Historia y, sobre todo, a los pobres corderos que nos atrevemos a aullar.

    Alguna vez, a modo de ejercicio contra el conformismo “cobarde y buenista”, sería saludable que cuando nos sintiéramos hundidos e ignorados, nos subiéramos a un árbol y gritáramos desde arriba que no nos queremos bajar. Comprobaríamos que todos cuantos nos hunden y nos ignoran tratarían de convencernos para que nos bajáramos “por nuestro bien” y volviéramos a la soledad del hundimiento que marca el sistema.

    Es como si quisieran devolvernos al modelo básico medieval de las relaciones interhumanas: un señor que prefiere la libertad a la vida frente a un siervo que prefiere la vida a la libertad. La superioridad del señor sobre el siervo es esencial en este modelo de vasallaje. Miguel de Cervantes nos propone otro modelo: la complementaria oposición entre la conducta según la inteligencia y el ideal, de don Quijote, y la conducta según los sentidos y la realidad, de Sancho Panza.

    Pero uno de los peores males que puede envenenar las entretelas del ser humano es el “espíritu del yogur”, que te hace sentir un día que ya estás caducado y asumes que envejecer dignamente es un arte que se exhibe sin pudor ante los que te quieren bien y, sin embargo, te apuñalan en sus sueños. Que de todo hay en el navajeo del subconsciente

    Las personas, como las ciudades, somos lo que buscamos en ellas. Y llegado el caso podemos perdernos en un anhelo o en un estrechón de manos, en un deseo hecho acera o en una querencia hecha esquina. Pero la mayoría de las veces son las ciudades las que acaban perdiéndose en la complicada geografía que delimita nuestras frustraciones. En el fondo, en nuestras ciudades lo que buscamos siempre es un aparcamiento y, a ser posible, no pisar las cacas del perro de nuestro vecino, que sabe como nadie cagarse en el lugar y a la hora precisa que pasamos en busca del urgente eclipse total de nuestras almas.

    Al fin y al cabo, las ciudades y el amor son como los relojes, que cuanto más sencillos, mejor funcionan, pese a que la mayoría de las veces nadie sepa dónde y a qué hora dejamos, mucho antes de que caducáramos, la trenca en cuyos bolsillos olvidamos las manos que un día acariciaron la desnudez de nuestros sueños imposibles, cuando nadie le ponía precio a los labios en los que abandonamos, como unos zapatos viejos, nuestros besos primeros. Los que nos hemos hecho mayores robándole las esquinas a las canciones de Sabina sabemos que nuestros corazones de gentes decentes y respetables conservan la rebeldía inefable del garrafón en vaso de plástico. Y ese, y no otro, es el verdadero impulso que esconden nuestras ciudades en los árboles a los que poder subirnos algún día como purga de nuestras cobardías.