Sobre la brevedad de la vida

03 ene 2025 / 09:11 H.
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Sobre la brevedad de la vida humana se ha escrito y hablado desde que se habla y se escribe. Los grandes filósofos de todos los tiempos han tenido siempre un hueco para tratar el asunto de la rapidez con la que transcurre nuestra propia existencia. Antes del “Tempus fugit” de Virgilio, ya el más antiguo y famoso de los médicos diagnosticaba: “la vida es breve y el arte largo”. Hipócrates se refería a la escasez de tiempo que se nos ofrece para la cantidad de cosas que podríamos hacer. Siglos después era nuestro Séneca, el pensador romano más español y más cordobés, el que aclaraba que no es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho. O sea, que nada de quejarse, porque la naturaleza ha sido generosa y la vida, si se sabe usar, es bastante larga.

Pero la más curiosa de las cuentas sobre el tiempo que vivimos se las leí a Don Luis Zapata, un caballero de la Orden de Santiago que, tras una vida complicada y “por no llevar vida acorde con la orden” —vaya usted a saber lo que pasó— acabó sentenciado por Felipe II. El mismísimo rey con el que compartió juegos infantiles y escarceos juveniles y del que, desde muy joven, había sido paje y amigo. Las vueltas que da la vida. Cuenta nuestro amigo que en aquellos tiempos la media de vida andaba por los sesenta años y que eran pocos los que llegaban a esa edad. Porque “entre peligrosas dolencias, venenos y desastre, delitos y desórdenes, regalos y vicios” no hay vidrio más frágil que la propia vida. Al hombre de su época lo ahogaban sus propios humores y los mataba “la espada, la lanza, la saeta, la calentura, el color, el toro, el caballo, la mar, los arroyuelos, los ríos y otro sinnúmero de cosas”. Pero es que —y aquí vienen las cuentas— de los que a los sesenta llegaban, había que quitar el “nocturno sueño”; más o menos la mitad. Quedan treinta años. Y de las siestas quítese también otro pedazo. Invierno con verano una hora cada día, y reducidas las horas a días hay que quitar otro año y medio. De la infancia quítense otros siete años, “que donde no hay uso de razón no se puede llamar vida”. Quedan veintiún años y medio. Quita don Luis también el tiempo de internados sujetos al azote y los maestros —quedan de vida catorce años y medio— y el que se pasa con los ayos desde los catorce hasta los veinte, cuando había que respirar y holgarse la edad. Total, que le quedan limpios diez años y medio. “Y para esto hay tantos convidados de males e infortunios, que la concedida con tantas cargas, más se puede llamar cautiverio que vida. La mar, la guerra, la religión, los cargos, la reputación, la honra, el qué dirán, las mujeres —vivas o muertas— los hijos, los pleitos...”

Es curioso como cuando llegan estas fechas nos felicitamos todos el año nuevo y no el pasado. Que sería más lógico. Felicidades por el año que has tenido, por lo que has hecho, por lo que has logrado o simplemente por lo que has vivido. Pero no. Nos tiramos al que viene. Y no está mal pensado mirar siempre hacia adelante, aunque puede ser provechoso recordar el pasado, especialmente si sirve para rectificar errores propios en lugar de resaltar los ajenos. El futuro es incierto, el pasado inamovible y el presente acaba de pasar. No han cambiado mucho las cosas. La vida es efímera y el tiempo pasa tan deprisa que no es poco regalo que lo podamos contar. ¡Suerte y al toro un año más!



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