Síndrome del ermitaño

    13 may 2020 / 16:29 H.
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    Tras este mal llamado “confinamiento”, uno no es capaz de discernir entre lo que venía siendo normal y lo que los políticos, con inútil verborrea insostenible desde un punto de vista lingüístico, tratan de llamar “nueva normalidad” a la realidad que nos viene circundando y que habrá de dirigir nuestras vidas a partir de ahora, me refiero, a esa que se nos presenta tras la “desescalada” y la superación de estas “fases”, en mi opinión, de absurdo planteamiento. Pero mi tribuna no es hoy tanto la crítica a los políticos, como el hacerles partícipes de mi primer día de reencuentro con lo inverosímil. Tuve que salir tras varias semanas sin pisar la calle, ejerciendo la responsabilidad de todo ciudadano, “confinado”, y tras un momento atípico desenvolvimiento, me di de bruces con la vigilia. Después de la desgracia —mi madre cayó y tuve que llevarla de urgencia en la madrugada del día 7— fui consciente de la fragilidad del ser humano frente a lo imperceptible de un microorganismo. Las calles estaban desiertas y el silencio era sepulcral. El quejido de mi madre y el ladrido de un perro que se antojaba lejano, era lo único que mi cerebro, en ese justo instante, fue capaz de pasar por el tamiz de la realidad. Sentí miedo, como un preso que sale por primera vez a la calle, que no sabe qué hacer, ni dónde ir, que se siente torpe cuando coge el coche y presiona el pedal del embrague. Olvidé, incluso, cómo se daba marcha atrás, ¿es posible esto? Me sentí temeroso, nervioso, como el novio que se casa o el estudiante que se gradúa. ¿El virus estaría en cualquier parte? Toqué el volante, absurdamente quise limpiarlo con gel desinfectante, pero me di cuenta del error, de la torpeza de no calibrar ya, de haber interiorizado una serie de medidas higiénicas que en ese momento eran absurdas: solo yo había tocado el volante en varias semanas. Me dolía la mirada, me apabullaba el pensamiento. Sentí que me observaban, ¿pero quién? ¿Por qué? Me vi inmerso en una película de terror psicológico, alguna de esas en las que Hitchcock había hecho alarde de una tan magnífica como ingeniosa dirección. Fui entonces consciente de algo: sentía que se apoderaba de mí el “síndrome del ermitaño”.

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