Sí, pero no

05 ene 2023 / 15:28 H.
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El lenguaje heredado de nuestros antepasados evoluciona y se adapta rápidamente a estos tiempos modernos en los que el mensaje corto llega más que la oratoria, la etiqueta vende más que la realidad, el marketing cuenta más que la propia calidad y —en no pocas ocasiones y en ciertos ámbitos— la mentira ayuda más que la verdad. La política, especialmente en años electorales como el que se nos viene encima, no escapa de las nuevas formas de expresión, sobre todo cuando desde el poder se dispone de sofisticadas técnicas de información y comunicación, con encuestas y estadísticas elaboradas a discreción, a las que hay que sumar la llamada “inteligencia artificial”, inscrita ya en el diccionario de la RAE. Sobre los beneficios o los perjuicios que a los ciudadanos de a pie nos pueda traer el uso o el abuso de tanta información influirá sobre todo el respeto a las reglas del juego que los gobernantes que elijamos estén dispuestos a mantener. Y visto lo visto el último año en España —sin entrar en detalles, que son gordos— la cosa pinta más que regular.

En general hace tiempo que en el ámbito de la comunicación se viene aprovechando el impacto de lo breve, limitando así el discurso al eslogan y la definición a las siglas, pero ahora introduciendo, eso sí, términos que suenan bien, independientemente de que vengan o no a cuento o de que se comprenda más o menos su significado. Lo importante es que suenen bien, ya sea por su densidad —humanismo, cultura...— o por su novedad —resiliencia, sostenibilidad...— se usan palabras más o menos llamativas y relevantes pero que suenen bien. No hace falta que se entiendan. La cultura luego se transforma en industria cultural y el humanismo se va convirtiendo en “humanismo digital”, que así es como llaman algunos bancos a la renovada forma de atender al cliente, que consiste en eliminar el factor humano, precisamente. En las primeras elecciones una de las más usadas fue la palabra “honradez” pero con el tiempo fue cayendo en desuso. En cualquier caso, para desarrollar explicaciones y argumentos, están los parlamentos, que para eso los inventaron los griegos y los romanos. Para hablar. No para arengar a los jueces ni sortear las reglas trampeando con los tiempos, los plazos y las mayorías. Y menos hacerlo de tapadillo bajo el manto de la Navidad. No vamos a soñar con que un diputado de un grupo le de la razón al de enfrente, que no estaría mal. Pero por lo menos que lo escuche con respeto. Y algo tan natural como que la respuesta tenga que ver con la pregunta. En estos tiempos de frases cortas, de que “no es no”, o que “solo sí es sí” —que así se llama desde el mismo gobierno a toda una ley orgánica—, se me viene a la memoria una curiosa forma de afirmar negando que servía, al menos en mis tiempos y en mi tierra, para rematar ciertas discusiones. Entonces se hablaba mucho más que ahora. El caso es que, después de escuchar la sólida argumentación de alguno y ante la escasez de recursos propios para poder rebatirla no era raro que, viéndonos condenados a dar la razón a según quién, tras un reflexivo silencio terminásemos la charla con un rotundo “Sí... Pero no”. El año que empieza —si no se adelantan— termina en elecciones generales. Veremos a ver si somos pocos o muchos los que ante las urnas pensemos lo mismo. “Sí, pero no”. O dicho de otra forma “sí. Pero esta vez no”.

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