Sentir las palabras

27 ago 2019 / 08:53 H.

Me veo en el brete de tener que expresarme correctamente. El artículo no tiene otro sentido que la aplicación correcta de las palabras para que se ajusten a lo que representan. Les pido disculpas de antemano, si el intento resulta baldío. La palabra es comunicación, aunque el mero hecho de hablar no identifique, en determinadas ocasiones, la palabra usada con la idea que se quiere expresar, y en ese contexto, difícilmente se podría afirmar que se ha establecido una vinculación entre el concepto y el vocablo elegido. Al hablar, no hay que eludir la responsabilidad de ponerse de acuerdo con la RAE para que la palabra seleccionada, tenga el efecto que se pretende. Por mucho que nos devanemos los sesos, no siempre damos con las interpretación exacta de la palabra que tenemos delante y buscamos un equivalente literal que a veces tampoco resulta adecuado, sobre todo con los anglicismos, que es un lenguaje lleno de locuciones cuyo significado, no se acerca ni por asomo a su traducción exacta y la aceptamos tal cual. Por ejemplo: Spin-off, se traduce como escisión, cuando lo correcto sería traducirlo como: esqueje; babysitter se ha traducido con la metáfora canguro y no como sentadora de niños; sold out no significa vendido fuera, sino agotado. Y así podíamos continuar encuadrando ideas exactas con palabras certeras que expresan sentimientos que reflejen un sentir general como un: “Te quiero” contundente que no tenga que acudir a una alternativa impersonal como un: “Yo también”, acompañado de un: “Se te quiere” en vez de un “te queremos”. Habla y siente el yo en primera persona, que es la que expresa sentimientos de cariño o de odio, etcétera. Del mismo modo, adoptamos vocablos como: croqueta del francés croquette; yogur, del turco yogurt, y otros como: Aguacate, papaya, espaguetis, sushi. Hay extranjerismos que traducimos fonéticamente, como pizza, entrecot, chucrut, tartar, y nos hemos adaptado a una pronunciación errónea, sobre todo, con los anglicismos. Solemos utilizar los mismos recursos retóricos que enfatizan el ritmo y la sonoridad de una idea, se copian las epanáforas o repeticiones de grupos de palabras al comienzo de las frases, que si están bien escritas, transmiten la pasión que la intencionalidad le presupone, pero si en cambio se abusa de ellas, aparece el artificio de un simple latiguillo como el altanero “mire usted” o “vamos a ver”. Cuántas veces nos asalta la duda sobre lo que realmente hemos expresado, sabiendo que el significado de lo que decimos puede inducir a duda o puede entenderse como otra cosa muy distinta, sobre todo, si usamos la doble interpretación, o el sentido oculto que activa los viejos tópicos que liberan el reclamo retórico de prejuicios que no instan a hacer cosas, sino que anima a otros a hacerlas. A qué sentido me acojo entonces, si decimos palabras que informan pero también mienten, lo mejor es que la acción acompañe a las palabras y se entiendan por igual. Por tanto, el pronunciar palabras debe acarrear el significado que le corresponde al decirlas. Lo mismo que para ejecutar una acción hay que tener prevista la capacidad de realizarla, las palabras han de ir en consonancia con el respeto que la convivencia demanda. Apliquémonos y si tenemos que rectificar, hagámoslo, hasta que las palabras se ajusten a lo que representan.