Sencillez y tesón,
un binomio perfecto

He querido que mi primer paseo del año de esta serie viajera que, con escritura desatada y márgenes desembarazados, vengo haciendo en este periódico por tierras de Jaén, sea por el pueblo en el que nací, Fuerte del Rey. Y, aunque solo viví allí durante mi infancia y adolescencia, tengo claro que “uno es del lugar en donde el sol azotó su frente por primera vez”, que dijera Höderlin. Hacía muchos años, bastantes, que no paseaba tranquilamente por sus calles, tan amarradas a mi memoria personal. Hace poco lo hice, y de forma casi anónima, buscando el silencio que marca el formato de estos viajes.
Si para el gran poeta Antonio Machado su infancia eran “recuerdos de un patio de Sevilla y de un huerto claro en donde madura el limonero...”, para mí esos recuerdos son los de un horizonte azul y luminoso, recortado por suaves cerros, cuyos nombres fui aprendiendo con el tiempo: “Las Norias”, “El Morrón” y “Las Atalayas”, y en cuyas escalonadas mesetas, que se deslizan hacia la campiña, se guarda su más valioso tesoro, su acta de nacimiento, pues aquí es donde se ha documentado la ocupación humana más temprana del entorno, el embrión de la memoria histórica colectiva de la población, una memoria que se ha ido cuajando durante siglos, incluso milenios, hasta conformarlo hoy con una identidad propia entre los pueblos de Jaén. Al conocer su historia, lo primero que sorprende es su capacidad para no desaparecer, algo que asombra a quienes conocemos el ritmo lento pero seguro de su protohistoria y de historia; un pueblo que sabía bien cómo acercarse al futuro desde que en el medievo se fue desplazando desde los altos y primitivos asentamientos para asentarse a la vera del camino que cruza la campiña, un camino en el que, al contemplar el mapa provincial, se advierte fácilmente que fue la vía más corta e importante que unía la capital con el valle del Guadalquivir y el Camino Real, un camino y asentamiento apreciado y cuidado por los musulmanes, ávidos a la hora de buscar lugares de defensa estratégicos; como lo fue para los conquistadores castellanos que se cuidaron bien de controlar esta vía de escape, convertida en un ramal destacado y transitado por el Condestable Iranzo y su ínclito Pedro de Escavias, allá por el siglo XV.
Sin embargo, durante los desastrosos siglos XVII y XVIII, la perezosa nobleza y la rancia aristocracia arrinconaron este camino, abandonando a su suerte las muchas aldeas y alquerías de una rica campiña a la que su absentismo convirtió en un erial. En el marco constitucional de 1812, Fuerte del Rey comenzaba su camino para la segregación de Jaén; y lo lograba, aunque tuvo que hacerlo con sangre, sudor y lágrimas, resistiendo las embestidas de una nueva clase arribista, explotadora y caciquil, más preocupada por el rendimiento de sus propiedades rústicas que por la mejora de la población, llevándola a comienzos del siglo pasado al extremo de casi desaparecer del mapa y pedir de nuevo la protección de su vieja ciudad matriz, Jaén. Confieso mi enorme sorpresa, admiración y orgullo contemplando la profunda y bella transformación que he visto, así como, sabiendo por un lado y otro, de su potencial de cara al futuro. En el proceso transformador de los últimos veinte años ha tenido mucho que ver su clase dirigente que ha sabido echarle ilusión a sus proyectos en un pueblo en el que, a mediados del siglo pasado, una clase política cicatera, perezosa y abúlica, permitió una sangría migratoria que hizo perder a la mitad de su población, mientras la otra mitad luchaba, con pocos alicientes, por seguir adelante y sabiendo que, pese a ser un pueblo pequeño, atado entonces solo a la tierra y al jornal, podría tener un futuro mejor si quienes entonces gobernaban hubieran aprovechado la riqueza que reportaría el aprovechamiento de su cercanía a la capital. Durante mi paseo iba recordando muchas vivencias, a la vez que muchos lugares adquirían para mí una sensación nueva, después de conocer más de ellos en la tarea en la que ando metido y que me tiene atrapado y agotado, la conclusión del libro que debo a mis paisanos sobre la historia de la localidad, sobre la que llevo investigando desde hace más de veinte años. Y, mientras pensaba y recordaba, iba contemplando cómo había cambiado la no tan vieja fotografía de un pueblo en el que se mascaba la diferencia de clases nada más ver sus calles con solares abandonados, tapias envejecidas y suelos empedrados por un lado, mientras que por otro, la estética, un poco cutre es verdad, solo asomaba en algún que otro rincón en donde se alzaban fachadas con pretensiones suntuosas. Hoy en el callejero, cada lugar ha recuperado su propia estética, aunque, por lo que he ido sabiendo, el logro más importante es la dinámica que va abriendo caminos, a través del asociacionismo, en el mundo de la cultura, el deporte, la educación, la sanidad y otras muchas facetas más que me han confirmado que este pueblo, mi pueblo, sigue escribiendo su historia, como lo hicieron nuestros antepasados, en épocas de luces y de sombras, con sus fortalezas y debilidades, con su pasión y dolor, pero fundamentalmente con la fuerza atávica que brota desde las entrañas de su propia historia. Me despido del pueblo, ya camino de Andújar, contemplando su silueta desperezándose desde Buenos Aires hasta Los Pozos al pie de las suaves lomas rematadas por Las Atalayuelas, ese espacio sublime que, como una fuerza telúrica ha dejado marcados a quienes en este rincón de la campiña “el sol azotó por primera vez nuestras frentes”.