Sabina regresa a ese “sur donde nací”

21 feb 2016 / 23:31 H.

Joaquín Sabina será nombrado hijo predilecto de Andalucía esta semana. Creo que la demora de este galardón andaluz no se debe tanto a la dejadez del gobierno autónomo como al demostrado desapego del artista a estos “homenajes”. Hay cierto momento en la vida en que tenemos que dar la razón a Rilke: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Y a Sabina, machadiano a su modo, curtido en mil batallas, quizá le atraigan los últimos y nostálgico versos del poeta sevillano, recordando “estos días azules y este sol de la infancia”. Y por eso aceptó bajar a la tierra de su infancia, la verdadera patria.

Registrada está su acta de nacimiento en Úbeda, en febrero de hace 67. Hijo de Jerónimo y Adela, el propio Joaquín no tuvo reparo en hablar de ellos a un tabloide británico. Su padre, inspector de Policía, era para su hijo “un hombre culto, noble y espléndido”. De su madre, de cuyo apellido tomó el nombre artístico, decía que era ”una señorita burguesa con pocas luces y sin posibles”. Su infancia son recuerdos habituales relacionados con sus estudios en colegios religiosos como las carmelitas y los salesianos. Deslumbrado por la literatura, leía de todo mientras se iba familiarizando con nombres como Manrique, Juan de la Cruz, Joyce, Proust y hasta Marcuse. En el álgebra y la química no avanzaba. Tenía claro que, al llegar a la Universidad de Granada, se matricularía en Letras. Aprovechando las vacaciones estivales viajaba a Londres, ciudad más cautivadora para él que la entonces ciudad de la Moda, París.

Y rozando los treinta años aterrizaba en Madrid, justo cuando se estrenaba la Constitución y quería mostrar al mundo que las cosas habían cambiado y que Madrid sería centro europeo de cultura y civilización. Joaquín conoció la “Movida” en estado embrionario; una ciudad que vivía de noche y dormía de día. De eso se encargaba Ramoncín, calentando a la masa estudiantil de la “Complu” en los Bajos de Argüelles, entre Gaztambide y Andrés Mellado, bien pagado por el equipo del Viejo Profesor, Tierno Galván. “De Madrid, al cielo”. Ya se decía. Sabina atracó en aquella ciudad en ebullición en el momento justo y en la hora precisa. Se adentró en la noche madrileña garabateando versos, que era lo suyo, en la barra de bares y tugurios abiertos en La Latina, mientras bebía, fumaba, charlaba y más de una vez aguardaría a contemplar uno de los mejores espectáculos madrileños: el amanecer por los altos de Chamartín. Y en aquel rincón de la Cava Baja, famoso ahora por él, en La Mandrágora, entre versos, canciones y guitarra se iba haciendo lo que él quería, iba siendo él mismo: “Escribía cantando y cantaba escribiendo”. Y, paso a paso, trago a trago, letra a letra logró que su nombre quedara grabado entre los mejores retratistas del alma madrileña: Lope de Vega, Silverio Lanza, Valle-Inclán, Baroja, Gómez de la Serna, Martínez Sierra, Zamacois y Alejandro Sawa, aquel escritor “ciego, loco y pobre” que murió solo en una buhardilla de Conde Duque. Y en esa ciudad a la que tanto cantó y cuya alma de fin de siglo XX tan acertadamente describió, “a los cielos subió y a los infiernos bajó”, como se dice en el “Tenorio”. Lo bueno y lo malo le sucedió. Pisó alfombras rojas y bebió de ese veneno al que llaman “amor”, cuando deberían llamarlo “farsa”. En “19 días y 500 noches”, en ese disco autobiográfico, se explica: “...Tanto la quería, que tardé en aprender a olvidarla diecinueve días y quinientas noches”. Estoy seguro de que cuando Sabina reciba el galardón andaluz nos recordará el final de una de sus canciones: “Cuando la muerte venga a visitarme, / que me lleven al sur donde nací, / aquí no queda sitio para nadie, / pongamos que hablo de Madrid”.