Saberes de oficio

07 ago 2025 / 09:00 H.
Ver comentarios

Una de las perlas que dejó escritas nuestro inolvidable poeta José Nieto fue que “la mayor utilidad de la poesía es su perfecta inutilidad”. Si no recuerdo mal, lo leí en el prólogo de Pon pan para pájaros, irremplazable poemario de Guillermo Fernández Rojano.

Hace unos días, en un viaje por tierras leonesas conocimos a Miguel Pérez, apodado Trébol cariñosamente por sus vecinos de Veguellina de Órbigo. Crecido desde niño entre el recelo de los suyos, Miguel abandonaba la cartera de la escuela en la calle y daba esquinazo a la monserga de sus maestros para dedicarse a aquello que le apasionaba: arreglar bujías, bicicletas, motores, y todas aquellas disfunciones de la vida doméstica que no encontraban alivio en otros manitas del pueblo. Sabio explorador de los engranajes de la vida, ha dedicado sus últimos años a restaurar decenas de artefactos cinematográficos que fueron cayendo en sus manos y ahora muestra en su coqueto museo que el viandante encontrará caminando por la vía principal de la localidad. Allí Trébol, con su particular bata de trabajo, aprendió de manera autodidacta los delicados entresijos de la óptica que en su mágico artificio fue dando vida y movimiento al carrete impreso del celuloide. Como un ilusionista que hubiese levantado un universo vencido, burlándose de que aquello que el progreso ha ido convirtiendo en chatarra aún tiene su ángel intacto tras su paciente investigación, Miguel Pérez, condecorado por la Fundación Lumière con su prestigiosa Medalla, nos saludó con la imagen de Chaplin moviendo su bigote desde el fuselaje imposible de máquinas con más de un siglo de existencia. Dando naturaleza de zafiro al desecho de lo que entretuvo a la distinguida burguesía de entonces, nuestro nuevo amigo iba de unos a otros artilugios, exhibiendo los pormenores curativos de su ciencia adquirida para atesorar la sabiduría muerta de lo que forjó una nueva manera de sentir y concebir eso que llaman otredad en la gran convulsión entre modernidad y humanismo que envenenó el pensamiento europeo tras los felices veinte.

En la era de la esclavitud tecnológica en la que el tonto de la clase es el que aún se lee La casa de Bernarda Alba y no acude a la inteligencia artificial para salir del paso con un resumen ad hoc en el speed de la titulitis, reivindico ‒como el poeta‒ la inutilidad del verdadero conocimiento. Siempre existieron los listillos que adornaron sus currículum con heráldicas y certificados sin ningún poso en su formación humana, pero ay de quienes aún encaran el aprendizaje de la vida desde la pasión del error, la arquitectura del ensayo, el carisma que otorga la consumación del hallazgo. No existe argumentario ni negociado que oficialice el enorme sedimento intelectual que imprime adentrarse por el corazón de las grandes preguntas, desmontar sus principios, buscar la luz donde nadie atreve un solo paso en la oscuridad de nuestra profunda y narcotizada debilidad existencial, porque se ha quedado sin la peor de las financiaciones: la del tiempo.

Hace mucho que los sabios dejaron de presidir las asambleas de nuestra tribu. El conocimiento es el gran enemigo del progreso capitalista porque conocer implica investigar, investigar implica poner los sentidos al servicio de la vida y poner los sentidos al servicio de la vida no tiene ya cuota en ninguna carta salarial, a no ser que faculte para doctorarse en ocupaciones que impliquen lo mínimo posible la emoción, la memoria y la sensibilidad humanas, sustancias todas ellas inútiles al crecimiento del capital y chispazo de una revolución que está por venir y no será a día de hoy otra causa que la reconquista de ese tiempo para derrochar en cosas inútiles. Quien las maneja no necesita falsificar su currículum porque ha desechado la prisa por acumular nosequé o llegar a nosedonde. O lo que es lo mismo: intentar que la muerte no nos pille desvalijados, como las máquinas de Miguel Pérez Trébol, pidiendo cash en el viejo mostrador de la felicidad perdida.

Articulistas
set (1 = 1)