Saber fracasar
Inténtalo otra vez, fracasa de nuevo, fracasa mejor”, la primera vez que escuché esta frase, reconozco que se me quebró la cintura del sentido. Samuel Beckett, me dijeron inmediatamente después, autor de una sentencia tan contundente como enigmática e interpretable, y aunque el dramaturgo irlandés recibió hasta el premio Nobel, no rechazó el aprendizaje que podemos tener de nuestros fracasos y su inevitabilidad. El imperativo del “fracasa mejor”, nos lleva a aceptar que nuestras vidas están también jalonadas de fracasos, en los que no debemos “recrearnos” pero que tampoco podemos ocultarnos a nosotros mismos en un ejercicio de absurdo autoengaño.
No pretendo compartir unas instrucciones para fracasar mejor, pero ignorar, ocultar o estigmatizar el fracaso es bajarse de la vida, desertar de la misma. De manera común, entendemos el fracaso como lo opuesto al éxito, es decir, como sinónimo de derrota, fallo, ruina o caída, ese romper o estrellarse al que nos remite su etimología, pero, definir el fracaso puede ser tan complejo y difícil como definir el éxito, ya que su sentido depende en gran medida del contexto. En una cultura tan orientada al éxito, como la actual, solo la idea del fracaso provoca ya, el más inconsciente de los rechazos. Basta “jugar” con algunas de sus posibles connotaciones, ampliando sus respectivos sentidos para darnos cuenta que el éxito de unos pocos puede ser un fracaso colectivo para una mayoría, que “éxito” y “fracaso” pueden llegar a ser sinónimos.
Como en tantas cosas, lo mejor que podemos hacer es repensar nuestra realidad, cuestionarnos lo establecido y sus inercias. Significa esto que, ¿podemos encontrar aspectos positivos en el fracaso? Por lo pronto y partiendo de la necesidad de reconocer su existencia, a menudo inevitable, y su aceptación, me resulta evidente que podemos encontrar, incluso sin buscarlos, aspectos que nos ayuden, que nos guíen, que nos permitan dibujar el escenario sobre el que poner foco para subsanar los errores cometidos, o al menos para preverlos en un futuro, que nos proporcione sabiduría para sobreponernos a las dificultades. La resiliencia nace de los fracasos asumidos y procesados, no de los éxitos, que rápidamente desdeñamos.
Vivir exige asumir el riesgo de la incertidumbre, que nuestro tránsito a lo que nos proponemos es siempre una cuerda sobre un abismo, pero que esa cuerda es real, nos soporta, enseña y guía en el camino. No vamos a romantizar el fracaso, a darle una pátina para embellecerlo, es un aprendizaje duro, pero peor es desoír lo que nos tiene que decir. No vamos a, ni se pretende, transformarlo es un manido canto para emprendedores, un eslogan para tazas cuquis de oficina, sencillamente nos abrimos a su enseñanza; saber fracasar es aprender a fracasar, extraer sus enseñanzas para nuestro desarrollo personal. Como decía Maxwell; “algunas veces se gana y otras se aprende”.