Raíces de piedra y viento
La Sierra de Segura es sólida, ha sido testigo del paso de generaciones que han labrado su historia, dejando su huella marcada en la piedra que se esconde bajo la finísima capa de musgo. La piedra, símbolo de resistencia de un pueblo que se niega a extinguirse, que está decidido a gritar su verdad al mundo y decirle cuán equivocado está cada vez que habla de la tierra. El viento sostiene los sueños, las palabras que en algún momento fueron pronunciadas, incluso las que dijimos en secreto. Sujeta los suspiros que dejamos sueltos. Retiene los besos.
Conozco a Emilio Morcillo desde hace tiempo. Hablar con él es abrir la puerta a una historia que transita entre la emigración y el arraigo, entre la Sierra de Segura y Francia. Su vida es un testimonio de lo que significa pertenecer a la tierra, de esa dicotomía que muchos hemos sentido alguna vez: quedarse o marcharse, sembrar o huir, resistir o ceder. Él entendió que arraigar no es anclarse, sino transformarse sin perder la esencia. Que marcharse no siempre es avanzar, y que volver puede ser la mayor revolución.
Nació en La Forge de Clairvaux, una barriada humilde de emigrantes en Francia, cuna de la orden del Temple. Sus padres Celia, de Benatae, y Amalio, de Torres de Albanchez, trabajaban sin descanso con la esperanza de un futuro mejor, pero nunca rompieron el lazo con su tierra. Volvían cada año, en invierno, a recoger la aceituna. Aquella costumbre, aquel ir y venir, hacía que la raíz continuase viva. La vida de un emigrante es un ejercicio constante de supervivencia, de nostalgia y de reconstrucción de la identidad. Creció en un hogar donde la cultura, la lengua y las costumbres españolas eran la argamasa de la identidad. Cuando, con siete años, regresó definitivamente a Torres de Albanchez, su vida se partió en dos: allí era el “español”, aquí era el “francés”. Pero encontró refugio en lo que nunca cambiaba: la Sierra, su naturaleza, su silencio lleno de significado.
El campo, que para muchos era un escenario de trabajo duro y pocas expectativas, para Emilio fue su gran escuela. Crecer en un mundo de olivos y de animales le enseñó que la tierra es sabia, que el tiempo tiene su propio ritmo y que lo importante no es solo lo que se cosecha, sino cómo se cuida. Así, años más tarde, cuando llegó el momento de elegir, no dudó: su lugar estaba allí.
“Hemos sufrido muchas pérdidas”, me dice Emilio. Y no habla solo de su historia familiar, marcada por la ausencia de su padre, su hermano y su hermana, sino también de la pérdida de un modo de vida, de una identidad que poco a poco parece desdibujarse. Pero su lucha no es solo personal. La Sierra de Segura, como tantas otras regiones rurales, arrastra un dilema: la huida de su gente joven. Durante décadas se ha transmitido la idea de que el futuro está lejos, de que el éxito es sinónimo de abandonar. Emilio defiende otra verdad: la solución no es marcharse, sino cambiar la mirada, ver el campo no como un vestigio del pasado, sino como una posibilidad de futuro. Él se formó, viajó, estudió Medicina y Terapia Ocupacional en Psiquiatría, pero su elección fue regresar. Porque marcharse no puede ser la única opción. Porque si todos nos vamos, ¿Quién se queda?
Desde su vuelta, ha trabajado incansablemente para demostrar que el campo puede ser un espacio de futuro. En 2008, convirtió su olivar en ecológico, apostó por la regeneración del suelo y creó “Oleaí”, un proyecto de agricultura sostenible que demuestra que es posible producir sin agotar la tierra. Además, colabora con SEO/BirdLife dentro del programa “Olivares Vivos”. Su meta es clara: demostrar que el progreso y la conservación no son enemigos, que la economía rural puede sostenerse sin necesidad de expoliar el paisaje.
Pero su compromiso no acaba en la agricultura. Durante años ha dinamizado la cultura local, desde asociaciones de folclore hasta corales y grupos de desarrollo rural. Desde el hotel - chillout, “Zahara de los Olivos” ha organizado cursos sobre naturaleza y tradiciones, buscando que la gente vuelva a mirar con orgullo su entorno. Porque el orgullo es fundamental para la supervivencia de nuestros pueblos. Si no valoramos lo que somos, nadie lo hará por nosotros.
El problema de la Sierra de Segura no es solo la falta de oportunidades, sino también la idea de que el éxito solo está fuera. Durante décadas, muchas familias han inculcado a sus hijos la necesidad de marcharse, de estudiar y no volver. La “fuga de cerebros” se ha convertido en una cicatriz en el corazón del mundo rural. La paradoja es cruel: la tierra que sustentó a generaciones enteras es la misma de la que ahora muchos reniegan.
Hoy, además de su trabajo en la agricultura, cuida de su madre, que sufre demencia desde hace diez años. Decidió, junto a su hermano Carlos, dejarlo todo para acompañarla en esta última etapa de su vida. Porque la tierra también es la gente, y la raíz no solo se hunde en el suelo, sino también en la memoria.
Este es el tipo de historias que deberían hacer temblar nuestras certezas. Porque nos hacen mirar la Sierra de Segura con otros ojos, nos obligan a preguntarnos: ¿Y si el futuro estuviera aquí, y no en otra parte? ¿Y si la verdadera revolución fuera recuperar el valor de lo que siempre hemos tenido? Quizá haya llegado el momento de escuchar al viento sin dejar de pisar la piedra. De entender que el arraigo no es inmovilidad y que la marcha no tiene por qué ser un adiós. De dejar de ver el campo como un pasado al que no queremos regresar y empezar a considerarlo como el porvenir que nos negamos a construir. La Sierra de Segura no necesita limosna. Necesita recuperar su orgullo, manos que siembren, voces que canten y pasos que recorran sus senderos sin miedo a enamorarse. Pues el que se atreva convertirá esta tierra en su hogar eterno.