Pobre de mí

25 jul 2025 / 09:01 H.
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Era costumbre en casa madrugar los primeros días de verano para aprovechar la fresquita y hacer pronto los recados, antes de que el calor se echara sobre la ciudad y la mañana tocara a su fin con un cuantioso trago del botijo que el abuelo Rafael tenía siempre junto a la ventana, con el regusto a anís del agua que aún curaba la cerámica interior de aquel artilugio imprescindible en Jaén para vencer la canícula del estío. Despertado por el tarareo de mi madre, iba disparado hacia el televisor para ver los encierros de San Fermín. Una vez encendido el aparato, si la carrera aún estaba por suceder, la jornada adquiría esas magias íntimas que imantaban las brújulas de la infancia. Absorto en la estética del fenómeno, alentaba las fintas de los mozos más atrevidos, sufría con las caídas y asistía con terror a los percances más graves en que los morlacos atravesaban sin piedad con sus astas afiladas la ropa de los menos afortunados de la fiesta. Hace quince años, me vi envuelto en algo que pudo acabar en un gran susto. Deambulaba por el casco viejo de Cuenca durante las fiestas de San Mateo, que se celebran por septiembre. Esos días, las calles son escenario de suelta de vacas bravas, que van ensogadas por unos braceros cuya pericia reside en guiar a los morlacos por las calles mientras los presentes, con la adrenalina a mil, tratan de no ser alcanzados por los pitones de las reses, que corren, cabecean y tratan de zafarse de las sogas. Sonó un cohete y, como incautos forasteros, no advertimos de que se trataba de la señal de que el astado estaba ya suelto. Cuando quisimos resguardarnos en alguno de los burladeros colocados para la ocasión, teníamos al toro en el cogote, atraído por la montonera de aterrorizados mozos que tratábamos de ponernos a salvo de sus derrotes y embestidas.

De pronto julio da una tregua de brisa que se adorna en los insectos del jazmín y vuelve a recordarte que hace tiempo que cruzaste el meridiano. Comparecer en los aniversarios tiene algo de temerario en la caja negra de eso que nos ha ido haciendo a la vida y nos sostiene más o menos la mirada en el espejo, unas veces abrumándonos y otras, muchas otras, inclinándonos el gesto hacia la propia compasión, ese diálogo interno entre cristal y cristalino, reflejo y mirada, alucinación o memoria, que aparece como una tabla flotante en el océano del náufrago. Todos y cada uno de los fantasmas que se remueven desde sus trincheras cognitivas, dentro del oxidado y oculto engranaje de la conciencia, resurgen con la certera puntualidad de esos artificios que, entre músicas y seres delicadamente articulados, construyeron los grandes relojeros para las capitales florecientes al conocimiento matemático desarrollado durante el medievo. Homenaje a la indeterminación del tiempo, pero a la vez a su irredento escrutinio: la tragedia de no cambiar lo vivido como se devuelve una prenda cuyo verdadero valor excedimos en el probador de unos grandes almacenes o se nos quedó pequeña el día de su estreno.

La aparición paulatina de las personas que queremos nos inyecta un chispazo que de pronto acomoda el obturador sobre el cliché de aquello que alimentó el espíritu creciente de “las simples cosas” que cantaba Mercedes Sosa, esas que explican el sentido que fue cobrando nuestra existencia, su respeto por aquello que fabulaba nuestra juventud cuando los dados del azar ofrecían números cargados de posibilidad, cuando emprender un camino comprometía pocos pasos con el reojo aún a tiro en las luces de los itinerarios natales: cuando no tenía uno mucha película rodada.

Cuando queremos acordar, la vida ya nos tiene con su enorme burel pisándonos los talones, agudizando los sentidos para no ser arrollados por sus inquebrantables desafíos y la desafecta militancia que acaba por reducirlo todo a salir dignamente de la arena y sin opción a la belleza, que “no es un lugar” —en palabras de Antonio Gamoneda— “al que van a parar los cobardes”.

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