Olores (II)

17 oct 2025 / 08:52 H.
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En el artículo anterior mencionaba cómo, además de suscitar el recuerdo de una época de nuestra vida, un olor puede animar una época histórica. Existe una base de datos de olores históricos, llamada ODEUROPA Smell Explorer. Si uno entra en la web y teclea una palabra (“rosa”, por ejemplo), nos encontraremos imágenes y textos de los últimos siglos en los que aparece el elemento olfativo deseado. El equipo de investigadores de ODEUROPA ha recreado varios olores que han presentado en el pabellón europeo de la Exposición Universal de 2025 que acaba de celebrarse en Osaka (Japón), entre ellos el del infierno o el de los canales de Ámsterdam. Pese al uso de la tecnología en el ámbito del olor, este parece relegado al llamado mundo real, que cada vez se sabe menos lo que es. Por mucha información sobre el olor de la rosa que contenga la página mencionada, si uno quiere olerla tendrá que levantarse del asiento, dejar a un lado la pantalla y acercarse a un jardín. Sin embargo, es curiosa y no muy conocida la historia de los intentos por incluir los olores en el mundo tecnológico de nuestros días.

El 1 de abril de 1965 la BBC emitió una entrevista en la que un hombre presentado como profesor de la Universidad de Londres hablaba de una tecnología, que él había perfeccionado, que permitía a los televidentes oler lo mismo que había en el estudio. El dispositivo troceaba en moléculas los olores y los trasmitía a través de la pantalla. El profesor cortó cebollas, hizo café y pidió que los televidentes se situaran a un metro ochenta de distancia de su televisor. Muchos espectadores dijeron haber percibido los aromas con claridad, y algunos incluso lloraron a causa de las cebollas. Sin embargo, se trataba de una broma por el Día de los Inocentes, que allí es el 1 de abril. Supongo que si la broma coló es porque no era inverosímil. El mundo del cine había experimentado con olores desde sus comienzos. En 1906, en la proyección del desfile del Torneo de las Rosas de Pasadena, el dueño del local colocó en el techo unas grandes bolas de algodón impregnadas en perfume de rosas frente a unos ventiladores. Los intentos se sucedieron durante decenios. En 1929, en la presentación de la película La Melodía de Broadway, un teatro de Nueva York perfumó el recinto desde el techo y la ventilación. En 1940, en un cine de Detroit mezclaron olores a brea, alquitrán o brisa marina durante la proyección de The Sea Hawk, con Errol Flynn. Un sistema inventado por el suizo Laube se utilizó en la película Aroma de Misterio de 1960, con Elizabeth Taylor. El olor a tabaco señalaba al asesino. El sistema exhalaba el olor a través de una red de tubos de plástico que terminaba en los asientos. Señales en la banda sonora activaban los olores (a flores, a café, a menta...). Pero había espectadores que decían que llegaban con retraso y tardaban en irse, mientras que otros sintieron náuseas. El último intento que conozco fue la película Polyester, en 1981. El público disponía de unas tarjetas para raspar y oler. Cuando aparecía un número en la pantalla, había que rascar el lugar correspondiente y se olía, lo mismo pizza que pegamento o heces. El director dijo: “Hice que la audiencia pagara para oler mierda”.

En cuanto a internet, en el cambio de siglo dos visionarios graduados en Stanford intentaron llevar a las páginas web el mundo de los olores. Inventaron un aparato, llamado iSmell, que contenía pequeñas dosis de los olores esenciales en forma de aceites y que, conectado al ordenador por un cable USB, era capaz de emitir el olor deseado. El error básico fue que al generar un nuevo olor no desaparecía el anterior y al final había una mezcla nada agradable. Un intento más ocurrió en 2014, un dispositivo que era un teléfono de aromas. Se consiguió transmitir un mensaje olfativo de París a Nueva York: el aroma de champán y macarrones.

Algo parece que no termina de cuajar en los intentos de hacer con el olfato lo que se ha hecho con la vista y el oído: un sentido a distancia.

En el artículo anterior mencionaba cómo, además de suscitar el recuerdo de una época de nuestra vida, un olor puede animar una época histórica. Existe una base de datos de olores históricos, llamada ODEUROPA Smell Explorer. Si uno entra en la web y teclea una palabra (“rosa”, por ejemplo), nos encontraremos imágenes y textos de los últimos siglos en los que aparece el elemento olfativo deseado. El equipo de investigadores de ODEUROPA ha recreado varios olores que han presentado en el pabellón europeo de la Exposición Universal de 2025 que acaba de celebrarse en Osaka (Japón), entre ellos el del infierno o el de los canales de Ámsterdam. Pese al uso de la tecnología en el ámbito del olor, este parece relegado al llamado mundo real, que cada vez se sabe menos lo que es. Por mucha información sobre el olor de la rosa que contenga la página mencionada, si uno quiere olerla tendrá que levantarse del asiento, dejar a un lado la pantalla y acercarse a un jardín. Sin embargo, es curiosa y no muy conocida la historia de los intentos por incluir los olores en el mundo tecnológico de nuestros días.

El 1 de abril de 1965 la BBC emitió una entrevista en la que un hombre presentado como profesor de la Universidad de Londres hablaba de una tecnología, que él había perfeccionado, que permitía a los televidentes oler lo mismo que había en el estudio. El dispositivo troceaba en moléculas los olores y los trasmitía a través de la pantalla. El profesor cortó cebollas, hizo café y pidió que los televidentes se situaran a un metro ochenta de distancia de su televisor. Muchos espectadores dijeron haber percibido los aromas con claridad, y algunos incluso lloraron a causa de las cebollas. Sin embargo, se trataba de una broma por el Día de los Inocentes, que allí es el 1 de abril. Supongo que si la broma coló es porque no era inverosímil. El mundo del cine había experimentado con olores desde sus comienzos. En 1906, en la proyección del desfile del Torneo de las Rosas de Pasadena, el dueño del local colocó en el techo unas grandes bolas de algodón impregnadas en perfume de rosas frente a unos ventiladores. Los intentos se sucedieron durante decenios. En 1929, en la presentación de la película La Melodía de Broadway, un teatro de Nueva York perfumó el recinto desde el techo y la ventilación. En 1940, en un cine de Detroit mezclaron olores a brea, alquitrán o brisa marina durante la proyección de The Sea Hawk, con Errol Flynn. Un sistema inventado por el suizo Laube se utilizó en la película Aroma de Misterio de 1960, con Elizabeth Taylor. El olor a tabaco señalaba al asesino. El sistema exhalaba el olor a través de una red de tubos de plástico que terminaba en los asientos. Señales en la banda sonora activaban los olores (a flores, a café, a menta...). Pero había espectadores que decían que llegaban con retraso y tardaban en irse, mientras que otros sintieron náuseas. El último intento que conozco fue la película Polyester, en 1981. El público disponía de unas tarjetas para raspar y oler. Cuando aparecía un número en la pantalla, había que rascar el lugar correspondiente y se olía, lo mismo pizza que pegamento o heces. El director dijo: “Hice que la audiencia pagara para oler mierda”.

En cuanto a internet, en el cambio de siglo dos visionarios graduados en Stanford intentaron llevar a las páginas web el mundo de los olores. Inventaron un aparato, llamado iSmell, que contenía pequeñas dosis de los olores esenciales en forma de aceites y que, conectado al ordenador por un cable USB, era capaz de emitir el olor deseado. El error básico fue que al generar un nuevo olor no desaparecía el anterior y al final había una mezcla nada agradable. Un intento más ocurrió en 2014, un dispositivo que era un teléfono de aromas. Se consiguió transmitir un mensaje olfativo de París a Nueva York: el aroma de champán y macarrones.

Algo parece que no termina de cuajar en los intentos de hacer con el olfato lo que se ha hecho con la vista y el oído: un sentido a distancia.

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