¡Ojo con ellas!

    05 feb 2023 / 16:41 H.
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    No se trata de indagar si quien nos las trae falta a la verdad como un bellaco; se trata de que quien las recibe sea consciente de que carece de las mínimas referencias presenciales y de ciencia propias como para meterse en compungirse como una plañidera llorando por muerto ajeno.

    Personalmente, y a estas alturas, creo haber aprendido unas ciertas mañas para el manejo de ofensas de referencia que quisiera yo someter a destripe ajeno:

    Con las “ofensas de referencia” hago yo lo mismo que con las reseñas delictivas: les aplico la presunción de inocencia. Es una buena manera de ahorrarse tabardillos y torozones.

    Pero −dirán ustedes− ¿qué hacer con el emisor convertido en presunto? Frente al “presunto emisor de la ofensa de referencia”, y desde que leo a Bárbara Berckhan, a Watzlawick y a dos o tres más por el estilo, hace tiempo que adopté una postura tan ecléctica como higiénica: la de la aplicación del principio de inmediación: todo evento, accidente o incidente que no se escenifique delante de mis narices y frente a mis propios ojos, (e incluso algunos de los presenciales a contraluz) los someto a cuarentena emocional mediante un recurso sumamente útil: empuño un escudo imaginario −como por ejemplo, leer el periódico, o repetir como un mantra “esto no va conmigo”− capaz de atajar, de fuera a adentro, el paso de puyas más o menos personales, interesadas o inducidas, lo que me evita escoceduras en las emociones reactivas que pudieran removerse desde dentro a causa de los dimes y diretes detenidos y silenciados por mi escudo.

    Mención aparte merece mi actitud con el “mensajero de la ofensa de referencia”: desde la aplicación de tan saludable ejercicio como lo es el beneficio de la duda, suelo invitarlo a un mano a mano con el presunto ofensor; vaya, eso que los finolis le dicen un “tête à tête”, para darle la oportunidad al señalado maledicente de desdecirse, o decirme a la cara lo que a lo mejor nunca dijo, operación que en términos jurídicos viene a ser algo así como otorgarles −al presunto dicente y al oficioso transportante− sus legítimos derechos de audiencia, contradicción y defensa.

    Una última pasada de bayeta sobre lo empañado por boca del mensajero consiste en acudir durante el careo a esta reflexión: si el “presunto dicente” dice que no dijo, pues no dijo, y aquí nadie dijo nada. Pero, si dijo, aplico sin pausa un nuevo principio jurídico: el principio probatorio de “quien afirma, prueba”; y yo sigo siendo inocente mientras no se demuestre lo contrario.

    Quizá convenga acabar por definir lo que yo llamo “ofensa de referencia”.

    Por “ofensa de referencia” entiendo yo aquel escarnio presuntamente lanzado contra mí, y en mi ausencia, que un mensajero oficioso, cuyos propósitos merecen cautelas aparte, me traslada, desde su personalísima indignación, indignándose él de inmediato conmigo si yo no me indigno de inmediato con el presunto ofensor.

    Ofensa, por otra parte, percibida por el mensajero oficioso a través de sus propios sentidos visuales, auditivos y emocionales, sin darme cuartelillo con la más mínima posibilidad de que sea yo quien traduzca, interprete y administre mi propia emoción desde un contexto presencial directo.

    En definitiva, y reduciendo la ecuación a un mínimo común múltiplo personalísimo y compartido, si dicen, que dizan; mientras no hazan...

    Y, si hacen, lo mejor será buscar en algún rincón de internet una imagen de los tres monitos de marras, y ensayar posturas delante del espejo, dependiendo de donde vengan los tiros.

    ¡Y, a vivir! Que de verdad que son dos días. Con rebabas. (¿O era con mala baba?).

    Y es que, por aquello de que yo tengo soluciones para mí, pero no para los demás, me pregunto: ¿dónde escuché yo eso de que nos pasamos la vida con los ojos como platos, mirando a ver quién nos tupe, atormentados y al acecho por el qué dirán, y, pasado el tiempo, resulta que no dijeron nada?

    En CasaChina.


    En un 29 de Enero de 2023

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