Oficios con pregón

01 dic 2017 / 09:41 H.

Serán innumerables los niños de hoy que no escucharon jamás el pregón de un torrecampeño ofreciendo sus garbanzos tostados, ni al hombre de blanco que pregonaba el rico “parisién”, al de la “gallina americana” o al que vendía arena para limpiar los mamperlanes de los escalones. Tampoco saben del trapero que te daba un plato o una taza por un par de zapatillas viejas. Existía entonces una pléyade de oficios callejeros que se anunciaban a voces con un pregoncillo peculiar con el que se hacían oír y distinguir. El paragüero, el que arreglaba sartenes y ollas o los muelles del somier. Los niños de entonces nos distraíamos escuchándolos a cada instante. Había uno que se diferenciaba de todos los demás, porque él, el afilador, no gritaba sino que hacía sonar su flauta, un sonido que llegaba hasta el último rincón de aquellas casas que difícilmente tenían más de una planta, muy lejos aún de instalar en la puerta el portero automático que convierte una casa en una isla.

La figura del afilador ambulante se perdió de nuestra ciudad a principios del año 2000. El último que conocí fue a Manuel del Moral que ya, en aquella época, había sabido reciclarse y cambiar su tosco carrito, con la gran rueda a pedales, por una motocicleta totalmente adaptada al oficio. Manolo era de la familia de “Las Olleras”, unas hermanas muy populares por sus gritos y mal genio que vendían cacharros de arcilla, casi junto al Convento de las Bernardas. Ya esos obreros ambulantes y sus pregones se perdieron. Cosas del progreso. Como se perdieron también los limpiabotas que ocupaban las plazas y esquinas más estratégicas de nuestra ciudad para “instalar” su arquilla y su pequeño taburete a la espera del señorito de turno que buscaba lustre para sus zapatos. Muchos de ellos consiguieron popularidad y tenían su clientela fija. Existían también varios salones de limpieza de zapatos.

Luego vinieron los productos caseros para limpiar el calzado y la profesión se fue extinguiendo paulatinamente. También recuerdo al último “limpia” que hubo en nuestra ciudad. Pepe Jiménez, natural de Mancha Real, instaló su arquilla en el desaparecido restaurante Jockey para servicio de los clientes de aquel local, propiedad de Juan Millán López. Aún así, Pepe lo abandonó, siendo aún joven, y se buscó otro futuro más prometedor en Córdoba, lejos del arquilla y el cepillo.