No me consta

    21 abr 2017 / 10:16 H.

    Frente a la corrupción, la exigencia de todos y cada uno de nosotros debe ser la de más y mejor democracia. Sabemos que muchos ciudadanos han perdido la esperanza y no albergan casi ninguna confianza en el sistema. Desde luego no es el camino. En este país se necesita una revolución democrática que requiere un cambio profundo de la estructura, del gobierno y la financiación de ciertos partidos políticos, entre otras muchas cosas. No se puede caer en la trampa y aceptar consignas como la de que todos los políticos son iguales para justificar la corrupción.

    La relación del poder económico y financiero con los partidos de derecha fue, es y será una constante; la propia existencia de estos partidos se basa en su función de defender los intereses de estos poderes. Cualquiera, sin echar un vistazo a la aplastante realidad, puede deducir que de este maridaje se desprenden unas oportunidades de corrupción inmensas y tremendas. Es curioso y obvio que sean este tipo de partidos los que han promocionado siempre la opacidad en la financiación de sus actividades. Estamos cansados de escuchar tantas voces respetables, lo digo con ironía, y conocidas del ámbito político o mediático que tachan de demagógico el reconocer la corrupción endémica de ciertos sectores de nuestra sociedad. Hay que reconocer que la corrupción ha sido una constante en nuestra historia y en nuestra histórica reciente también. Me refiero a nuestra inmodélica Transición y al período democrático. Se ha continuado y permitido la tremenda influencia del poder financiero y empresarial sobre el Estado, perpetuación del domino que existió en el período anterior, en el Estado dictatorial. Esta complicidad entre el mundo de los negocios y el de la política es el que corrompe y daña la democracia española, e incluso, a la ciudadanía. No estoy hablando del empobrecimiento que sufre casi un 30% de la población, o de los 45.000 millones de euros, según la CNMV, que nos cuesta la corrupción a todos cada año; cualquiera de los lectores puede fijarse, por poner ejemplos cotidianos, en el profundo desamparo en el que nos vemos a diario ante los abusos en la provisión de bienes y servicios por parte del poder financiero y económico y que cuentan con la complicidad del poder político.

    Lo que está ocurriendo, paradójicamente, no es el intento de terminar con la cultura de la corrupción, sino lo contrario, estamos asistiendo al empobrecimiento y al empeoramiento de nuestra escasa cultura democrática con la cada vez menor diversidad ideológica o con la represión cada vez mayor por parte del aparato del Estado con leyes como la popularmente conocida “Ley mordaza”. Escasa cultura democrática, tolerancia e indiferencia con la corrupción, nacionalismo asfixiante españolista, autoritarismo, falta de diversidad ideológica en los medios, demasiada facilidad para utilizar medidas represivas, y un largo etcétera son los síntomas de un régimen agotado en el que se redujo el concepto de democracia casi únicamente a la vía parlamentaria que a su vez está sesgada por un sistema electoral muy poco proporcional y representativo. La idea de ciudadano súbdito está casi desaparecida y los ciudadanos de este país están empezando a pedir ser más ciudadanos soberanos. La realidad aprieta y es imparable.

    Volviendo al tema de la corrupción, la lista se alarga: el Caso Bárcenas, el caso Gürtel, el caso Púnica, el caso Palma Arena, el caso Taula. Y para rematar el escenario nos encontramos con las puertas giratorias para disfrute de abultadísimos salarios de expresidentes, exministros, etcétera. Siempre bajo las faldas de aquellas empresas a las que tanto se ha beneficiado. Creo que esta vez a los ciudadanos se les va a quedar corto el gesticular o un simple “no me consta” o el típico discurso de que estamos comprometidos con la honradez, somos víctimas de conspiraciones, de encantamientos y maldiciones, de traidores, malandrines y rufianes. Estamos asistiendo a la caída de uno de los partidos más corruptos de Europa, pero la ciudadanía es la que debe y tiene la obligación de decidir y salir de la apatía y de la indiferencia.