Ni de chiripa somos libres

25 feb 2021 / 10:58 H.
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La libertad, ¿es un camelo? ¿Por qué se incide tanto en ella en las sociedades contemporáneas, hasta el punto de que en su nombre se han cometido las más grandes atrocidades de la humanidad de los últimos tres siglos? ¿Hasta cuándo vamos a seguir proponiéndola como un valor activo, o pensando que no estamos supeditados por otros condicionantes? Ahora resulta que no hay jueces para dictar lo que es ético y no, porque en el liberalismo todo se resuelve de manera “natural”, como que hayan despedido de la serie The Mandalorian a Gina Carano por unas manifestaciones en las redes sociales en las que comparaba el sufrimiento del holocausto del pueblo judío a manos del ejército nazi, con la “opresión” a los republicanos de los últimos meses en EE UU, “nación libre” por antonomasia. Aquí en España la encarcelación de un rapero ha protagonizado graves disturbios, los cuales más tienen que ver con el vandalismo que con otra cosa. Este tal Pablo Hasél hace apología del terrorismo en sus canciones y, por cierto, ha sido un juez quien ha dictado la sentencia, no una multinacional. Ahí radica la diferencia que debemos valorar, el conflicto —y reto— ético que nos cuestiona: ¿Es legítima la ley? ¿Está bien hecha? Eso es harina de otro costal porque, desde luego, cualquier sistema es y será mejorable o susceptible de reformas y revaluaciones.

Un ejemplo bien evidente: el amiguete —es un decir— Bill Gates, que día sí y día también ocupa titulares en periódicos y noticieros, con sus pronósticos —a veces de lo más peregrino— y opiniones sobre cualquier cosa, sobre todo cuando se trata de especulaciones apocalípticas, o de gestos caritativos, como cuando dona unos milloncejos a alguna noble causa... Me refiero a los magnates de turno, auténticos gestores del mundo, sosteniendo el sistema desde las altas esferas, articulando programas y estructuras que reafirman la ingeniería financiera de este capitalismo tardío, en la terminología benjaminiana. En verdad, se encuentra en entredicho la efectividad de las democracias occidentales, que operan arrastradas por la marea económica que nos mueve, impregnando hasta el aire que respiramos, contagiándonos de una ideología agresiva que fomenta una competitividad encarnizada, para que tengamos que abrirnos paso a codazos, pisando a quien haga falta, pasando por encima de lo que sea y justificando el fin sin importar los medios.

Con este cóctel explosivo, ¿qué hacemos con la libertad, cómo se administra y qué significa en cada momento histórico? ¿Por qué se sigue entonando como un estribillo consabido que, a fuerza de repetirlo, pierde sentido y se vuelve retahíla? Y lo más importante, ¿qué necesitamos para comprenderla en su totalidad, en su honda realidad? Luis Buñuel filmó una película extraordinaria en 1974, El fantasma de la libertad, precisamente por episodios, para darnos a entender que hay fenómenos que no se entienden globalmente, sino de manera fragmentaria, y que la labor del individuo, lector e intérprete, consiste en ir recomponiendo esos trozos —rotos o dispersos— y juntarlos en un ejercicio hermenéutico que a la postre se erige como dato objetivo, no como definición ni ente abstracto. Así que yendo a lo concreto, sobre las determinaciones que nos ocupan, y que a mí particularmente me preocupan, no somos libres. Un golpe de dados jamás abolirá el azar. Ni de chiripa.

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