Mujeres que aprendieron a volar

24 nov 2025 / 08:26 H.
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Hay historias que no necesitan adornos. Se cuentan atravesando el frío como la helada cruza la montaña: con dureza y verdad. Así, la dureza de lo vivido, acaba creando una imagen única, bella en su crudeza. Dolores Teruel Fernández tiene setenta y seis años y nació en el cortijo de Fuentepinilla, un paraje que pertenece a Beas de Segura. He viajado hasta su casa para que me cuente su historia. Es una tarde de otoño. Sobre la mesa descansa una pradera entera de azafrán y su aroma lo ocupa todo. Somos dos desconocidas, y, sin embargo, parece que hayamos compartido una vida entera. Dice que su mayor logro son sus hijos, y lo dice con la certeza de quien ha entregado su vida y se siente orgullosa. Habla con esa serenidad que solo tienen las mujeres que ya no temen al silencio. Las que han aprendido a ser fuertes como el arado que abre la tierra. De niña caminaba cinco kilómetros para ir a la escuela. Una hora para bajar, otra para subir. Aprendía con una enciclopedia de primer grado, y la memoria era su herramienta más poderosa. Era lista y vivaracha, delgada y coqueta, con unas ganas locas de comerse el mundo. De cruzar el horizonte que encerraba su infancia. Sonríe con un brillo antiguo y, de pronto, me recuerda a mi madre. A tantas mujeres que, como ellas, lavaron la ropa rompiendo el hielo para alcanzar el agua. Las manos moradas se refugiaban en el jabón desecho.

A pesar del trabajo, recuerda su infancia con ternura. Estaba su padre, con el que iba de aquí para allá, sembrando garbanzos mientras él dibujaba surcos con el arado. Lo seguía con la emoción de una niña que se sabe segura y lo quiere todo por descubrir. Su madre le regañaba, quería convertirla en una mujer antes de tiempo. Pero ella revoloteaba entre los pies de su padre como si el mundo solo pudiera comenzar desde allí. En las noches sin luz bailaba con su sombra en la pared. No había agua corriente, pero sí alegría y sueños. Tampoco había electricidad, pero había una familia feliz. Hasta que murió su padre. Entonces, nada volvió a tener el mismo color: ni la casa, ni la tierra, ni siquiera el verano. Loles se casó joven. Demasiado joven. Soñaba con un vestido blanco, con una boda de música y flores. No pudo ser. Se escapó con él. Se casaron más tarde, pero no como ella había soñado. Los planes se deshacen como los nudos del cabello. Aguantó lo que no debía ser aguantado, porque así se les enseñaba: a callar, a servir, a resistir.

Los hijos llegaron pronto y se convirtieron en ráfagas de sol que acariciaban su alma. Cuando se quedaba sola con ellos en el cortijo, a cargo del huerto, los animales, el trillo, el calor..., aquellos eran días sencillos, de pan tierno y risas, de baños al sol. Entonces, la felicidad pintaba su casa como la cal blanquea las paredes. Pasaron los años, y a los setenta, decidió marcharse. Dejó su cortijo de Fuentepinilla y se fue a Beas, a una casa prestada. Aunque no era suya, la hizo suya con sus gestos, con su alegría, con la esperanza de quien empieza de nuevo. Colgó macetas en la ventana, abrió las persianas a un paisaje distinto, llenó de calma las estancias. Allí aprendió a dormir sin miedo y a despertarse sin deberle nada a nadie. Descubrió que la libertad no siempre llega cuando una la espera, pero que cuando llega, se reconoce enseguida: tiene el sonido exacto de la paz. Me enseña una foto antigua: una niña de trenzas gruesas que mira al sol. “Esa era yo”. También me habla de sus vestidos guardados, de una nieta que es igualita a ella, de las veces que ha vuelto a bailar. Porque sigue bailando. Y cuando baila, el tiempo se detiene. Cada verano vuelve al cortijo donde nació. Allí están los árboles que plantó su padre, la tierra que huele a infancia. Pero también está su presente: sus nietos, su risa, la memoria que se niega a desaparecer. Pienso en ella y en todas las mujeres como ella: las que amasaron pan, criaron hijos, recogieron aceituna y sembraron garbanzos junto a su padre. Las que no escribieron discursos, pero tuvieron coraje. Las que no firmaron manifiestos, pero cambiaron la historia con el gesto de seguir adelante.

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