Los ausentes
Eran a la par temidos y añorados. Se ha ido nos decían y no sabíamos dónde. Nadie volvía a saber nada de ellos y de repente un día otoñal veíamos su retrato en sepia sobre un fondo de mármol. Leíamos un nombre, una fecha, una plegaria, una cinta descolorida por la intemperie con un texto dorado casi ilegible... La curiosidad nos hacía preguntarnos cómo fue su paso terrenal y cual el lugar donde por vez última los vimos. Había en sus nuevos hogares un ridículo toque de vanidad mortal por decidir el mejor adorno o la mejor vista aunque alguien dijera antes de la partida: “a mí el sitio me da igual porque no me pienso asomar”. El tiempo sería la eternidad y el espacio la medida de su extinta anatomía. Algunos se negaban a partir y en su desesperación por aferrarse a una vida que ya se extinguía decían con patetismo “te tengo que salir” pero al final nunca salían. Dejaban a su paso la huella de su vida, de su herencia y de su ausencia. Esos son hoy mis queridos muertos, permanentemente invocados a conveniencia por los vivos y privados de su legítima palabra para defenderse.