Lo que no se dice del miedo

    12 may 2025 / 09:00 H.
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    La cafetera eléctrica inicia su zumbido con esa insistencia que tienen las cosas pequeñas cuando marcan el ritmo de lo cotidiano. Luego, el agua se agita, el café cae por ráfagas y el aroma denso asciende como lava volcánica. En la cocina en silencio, donde todavía no ha empezado el día, se pueden reconocer pensamientos que en el bullicio se esquivan. Uno que me ronda en estos días de apagón y vías inhabilitadas es el miedo. No el evidente y el que desborda ante el peligro, sino otro más íntimo, más difícil de señalar.

    Me interesa ese miedo que no se expresa con gritos ni se deja fotografiar. El que se cuela por debajo de la puerta y se instala en la casa hasta habitarla por completo. Al principio pasa desapercibido porque no paraliza de golpe, va alterando el paso hasta que frena. No impide hablar, pero va volviéndonos silenciosos hasta que nos arranca la voz. No prohíbe, pero obliga a moverse de puntillas.

    No nace de una herida concreta, sino de una forma de vivir. Se aprende sin querer: en una mirada que reprime, en una frase que desalienta porque juzga con severidad. Desde pequeños, se nos enseña que lo seguro es no incomodar, pero también que debemos destacar; ser líderes, sociables, inteligentes... La lista es tan extensa como contradictoria y termina por aplastarnos. Aprendemos a fingir, a esconder lo que duele, a mostrar solo lo que agrada. Con los años, olvidamos quiénes somos. Así se empieza a temer, y el miedo se convierte en lengua materna.

    Con el tiempo, se vuelve estructura y se disfraza de carácter. Encuentra su sitio en una sociedad que premia la apariencia, la eficiencia o la certeza. Admiramos a quien no duda, a quien todo lo puede, a quien nunca muestra una grieta. Nos acostumbramos a convivir con ese modelo como si fuera una norma natural. En el trabajo, en la familia, en la vida pública, se alaba la rapidez, la claridad, la decisión. Pero nadie aplaude la vacilación y quienes viven con miedo se entrenan para parecer eso: decididos, controlados, productivos. Pero por dentro, la cuerda siempre está tensa y cada día aprieta un poco más. El miedo adopta muchas máscaras. No siempre agacha la cabeza; a veces endurece la voz. A veces se infla, se acelera. Se vuelve exigencia, prisa, necesidad de tenerlo todo bajo control. Hay quienes mandan por miedo a no ser escuchados. Quienes se adelantan a todos por miedo a quedarse atrás. Quienes no se permiten fallar. El miedo también se impone. También se disfraza de fuerza.

    Pero sobre todo, se nota en lo que falta. En los abrazos que no se dan. En las ideas que se guardan. En la sinceridad que se aplaza. En la risa que no se suelta. Habita en la nuca tensa, en la espalda que se recoge, en el cansancio que no desaparece. En las noches de insomnio que no se nombran.

    Nombrarlo no lo agranda, lo aligera. Lo vuelve humano. Lo trae a la mesa. Porque lo que no se dice se vuelve nudo. Y lo que no se nombra, se transforma en niebla y en fantasma. A veces basta una pausa, una presencia que no interrumpe, una palabra tibia dicha sin urgencia. No hay que hacer nada más solo quedarse. Escuchar lo que no se dice. No tocar la herida, pero no huir de ella. Entonces ocurre lo mínimo: alguien respira un poco más hondo, el miedo afloja la cuerda, y la taza, al fin, no tiembla en las manos. Puede que no desaparezca el miedo, pero podemos invitarlo a sentarse. Para que deje de empujar y aprenda a estar. Y entonces, como una ventana mal cerrada que por fin se ajusta al marco, todo encaje sin hacer ruido. Nada ha cambiado, y sin embargo, todo comienza a pesar un poco menos.

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