Lo imposible

Y llegó el día seis de diciembre, se encontraron en la cafetería de siempre, un fuerte abrazo y besos con sonrisas profundas que quedaron en el aire. Ella le preguntó muchas cosas, aunque no formuló aquella más importante

14 feb 2022 / 12:38 H.
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Adela frente a la ventana dudaba si salir o no a la calle. Las nubes grises cubrían el cielo y la lluvia estaba a punto de caer, pero tan decidida estaba que salió sin pensárselo.

El semáforo la detuvo, sin consideración, así que decidió continuar calle abajo hasta llegar a la estación del tren. Allí la esperaba una cola, que se hacía interminable, con la esperanza de comprar un billete de tren; tras dos horas de espera, el altavoz central anunciaba que no quedaban billetes para el puente de la Inmaculada. Decepcionada regresó a su casa, tenía tantas ganas de estar con él. Decidió enviarle un email. No pudo, el portátil estaba sin batería y el cargador andaba desaparecido. Optó, entonces, por llamarle por teléfono, pero la voz del contestador automático inmisericorde, decía que el número no estaba operativo. En fin, tendría que esperar a la noche. Disculpa, no te puedo atender ahora, estoy cenando y me voy a acostar temprano, estoy rendido. Llámame mañana a las nueve, ¿te parece?

Decidió irse a la cama, el día no había salido como ella esperaba. Mañana será otro día, pensó. Se levantaría a las ocho de la mañana, tomaría su café con leche, sin azúcar, tostada de tomate con aceite, sin sal y, un buen vaso de zumo de naranja. A las nueve lo llamaría de nuevo. Con esa letanía se durmió.

Cumplió su promesa, a las ocho de la mañana ya estaba en pie, con un estado de nervios tal que se lo transmitió a todos los electrodomésticos, el que no encendía provocaba un cortocircuito. A las ocho y media un mensaje al móvil la alertó, había sido aprobada la resolución de concurso público para tres plazas de Técnico de Integración Social y el plazo finalizaba a las dos de la tarde. Siempre igual, todo tenía que ser el último día. Preparó la documentación, la envió a través de la plataforma electrónica y rezó, como nunca, para conseguir una plaza. Sí pudiera ser en Huelva, por favor, por favor. Al mediodía, por fin, consiguió ponerse en contacto con él.

—Leo.

—Hola, he pensado ir a Jaén el día seis. Podemos vernos en la cafetería de la estación de autobuses.

—Vale, ¿Te quedas todo el puente?

—No, no lo creo.

—Podríamos disfrutarlo.

—Imposible, tengo que trabajar el día ocho, por la tarde.

Mejor eso que nada, pensó. Ella no tenía trabajo, salvo alguna cosa ocasional que le pudiera surgir, sobre todo en verano. Él sí, pero con un horario tedioso, que les hacía casi imposible verse. Buscó y rebuscó en el armario. Escogió un pañuelo gris y verde, falda marrón de pana y blusa blanca de encaje. Quería estar guapa ¿Se puede saber dónde te has metido? La blusa toda arrugada estaba en el cesto de la plancha, los encajes parecían grumos de algodón mojado. La encendió, suspiró y con un trozo de tela de seda sobre el encaje comenzó a presionar con cuidado, para evitar las arrugas que le recordaban las de la piel de su abuela Federica. Le vinieron a la mente sus manos, el tacto tierno sobre su cuerpo cuando era pequeña. Entonces, ya no había anillos en ellas, ni siquiera el de casada desde que se divorció, en aquellos tiempos cuando estaba prohibido hacerlo; también le vino a a memoria cómo frotaba, cada mañana, bruscamente el tatuaje que tenía en su hombro con el nombre de su abuelo, con la intención de eliminar toda señal que le volviera la vista atrás. Imposible. Decía que su piel estaba manchada y que de su vida no se podría decir “borrón y cuenta nueva”. Con su recuerdo Adela acabó de planchar y colocó con esmero la blusa sobre la silla de la salita. Abrió la ventana para que el aire frío terminara de secar la prenda.

Los nervios y la ilusión no la abandonaban, en ningún momento. Su cabeza iba de Leo a la bolsa de trabajo, de la bolsa de trabajo a Leo; si la llamaran, a lo mejor, tendría posibilidad de solicitar una plaza en Huelva.

La distancia de ambos no le impedía soñar, excitarse al recordar el calor de su cuerpo cuando su mano le acariciaba, sumida en un saludo cordial. ¿Todo se quedaría en una amistad o había posibilidad de algo más? Ella era su mayor temor.

Se preparó para irse a dormir: se desnudó, se enfundó en su pijama preferido y buscó una bolsa de agua caliente; le encantaba el contraste de sus pies fríos frente a la calidez de la tela que despertaba el calor de sus propias fantasías. En más de una ocasión se descubría retorciéndose, entre las delicias de sus sábanas y el ardor de su sexo. Aunque eso no le evitó tener una noche de pesadillas: el barco en el que viajaba a Palma de Mallorca naufragaba y ella se quedaría sin trabajo y sin recursos económicos.

Y llegó el día seis de diciembre, se encontraron en la cafetería de siempre, un fuerte abrazo y besos con sonrisas profundas que quedaron en el aire. Ella le preguntó muchas cosas, pero no la más importante: ¿quieres que me vaya a vivir contigo? No se atrevió.

—¿Han salido los resultados de la bolsa? —preguntó él.

—Sí, he quedado la quinta. Por cierto, ¿qué tal por Huelva?

—Regular, entre el trabajo y el apartamento en el que vivo eso es una ratonera, sólo cabe una persona.

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