Literatura y postguerra

    29 jul 2020 / 16:33 H.
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    La reciente muerte de Juan Marsé, el novelista de la Generación de los 50 que narró intrahistorias del franquismo y su transición a la democracia, nos remite a la relación entre literatura, vida e historia. Su infancia parece ideada por Dickens: muerta su madre, su padre pasó su adopción a unos amigos: Juan Faneca Roca se convertiría en Juan Marsé Cambó. La represión de la postguerra, las tensiones sociales, el estigma de las familias de los vencidos, no le fueron indiferentes. Sus novelas retratan, con realismo e ironía, divergencias entre obreros y burguesía en la Barcelona que, según Vargas Llosa, “se ha quedado vacía, con la muerte de Marsé”.

    Su amigo, el editor Carlos Barral, en 1979, convocó una reunión entre los coordinadores de un libro sobre el arte del franquismo y el gran novelista. En este encuentro, se produjo un interesante diálogo. Marsé, con gesto adusto de púgil enfadado, se posicionó en el centro del cuadrilátero: si Barral describía la construcción del “país”, Marsé cuestionaba el ideal identitario catalán; si el catedrático de la Complutense, criticaba la dispersión de lenguas en España, Marsé defendía la pluralidad lingüística en Cataluña; si el otro especialista en arte y filosofía, incidía en el personaje del Pijoaparte, “charnego” desvergonzado del Carmelo, ladrón de motos y embaucador de aquella atractiva joven de la burguesía catalana, Marsé desviaba la conversación al cine de John Ford que tanto le fascinaba.

    Esa honesta forma de vivir, soñar y narrar —“me hice escritor porque tengo un desajuste con la realidad que me rodea”—, ha convocado a fanáticos del “Procés” a profanar la biblioteca del Carmelo que lleva su nombre y destruir sus libros. El autor de “Rabos de lagartija”, hablaba el catalán, pero escribió en español. Simpatizaba con los migrantes andaluces, pero denunció el oportunismo “catalanista” de charnegos dispuestos a desclasarse. Adoraba el cine, pero se irritó con la malograda producción cinematográfica de sus libros. No se consideraba un intelectual sino un novelista que construía ficciones con la precisión del joyero, que de joven fue. Su lema: “procura tener una buena historia que contar y procura contarla bien”.

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