Libros en verano

    04 ago 2024 / 08:57 H.
    Ver comentarios

    Ver crecer a los libros. Un día, de niño o adolescente, alguien te regala una pequeña estantería, y ahí colocas los primeros libros, uno, dos, tres, pero los libros crecen, se multiplican, y el poeta José Manuel Caballero Bonald tenía las paredes de todas las habitaciones de su casa de la Dehesa de la Villa madrileña cubiertas de libros, salvo los huecos para las ventanas y las puertas, y ahí estaban los libros, cada uno con una personalidad propia, porque alguien dijo que la música nos inventa un pasado que no conocemos, pero el libro sí conserva un pasado que recordamos. Francisco Umbral escribió que todas las novelas tienen una historia además de la que cuentan. Porque el libro es un amigo leal. Si acordamos que la clave de una buena vejez es un pacto secreto con la soledad, el libro es un amigo que nos acompaña por las calles calurosas del verano, en el bar ruidoso, en la casa vacía, en las horas huecas de la vida, pero el libro, ese amigo de papel, está ahí, con nosotros, y si lo abrimos nos cuenta historias maravillosas, y al cerrarlo se calla y nos deja en paz. El libro puede ser entretenimiento, claro, pero supone muchísimo más. El lector dialoga en silencio con el libro. La mayoría de los autores aseguran que leer es un acto más creativo que escribir. Leer alguno de los textos teatrales de Juan Mayorga, por ejemplo, supone una exigencia casi física para el cerebro, impone una atención permanente, un complejo análisis de descodificación de la trama. Incluso la mayoría de las novelas de escritores considerados de entretenimiento, como Agatha Christie o Simenon, tienen un ambicioso subsuelo literario. El trazo de Shakespeare está detrás de algunas historias de la “Dama del Crimen”. El dolor de Poirot ante la crueldad humana es a veces el dolor de Macbeth. Y Simenon acertó a describir como nadie la complejidad del alma humana. La música nos inventa un pasado y los libros, decíamos, nos retrotraen a ese pasado, a un lugar cálido y acogedor en el infinito de la memoria. Aquel libro de cubiertas amarillas que mi padre me regaló cuando yo, de niño, sufría hepatitis, “Platero y yo”. Juan Ramón insistía en que los mejores libros son los que leemos en las copas de los árboles, y la imaginación del niño o la fiebre de aquellas largas semanas me llevan a creer ahora que mi padre me leía “Platero y yo” ambos subidos en la copa de un árbol.

    El libro recién comprado tiene un saludable olor a tinta fresca, a papel joven, a novedad editorial, aunque se hace viejo, amarillea, pero sigue ahí, en su sitio en la estantería, siempre amigo leal. Los audiolibros nos hablan, pero no huelen a tinta. El libro, sin embargo, se subraya, se doblan algunas de sus páginas, se apuntan ideas en los márgenes: lo resisten todo. Y lo que nos ha dicho el libro se queda dentro de nosotros. Nos moldea. Y puede aportarnos desde el inconsciente alguna pista en momentos de dificultad en la vida. El libro es sabio.

    Los libros, sí, tienen una historia además de la que cuentan. Cojo ahora aquel libro de “Platero y yo”, más blanco ya que amarillo, los bordes recosidos con celofán, muy deteriorado, y empiezo a leer a Juan Ramón, pero enseguida asoma la voz de mi padre, los dos subidos en la copa de un árbol, él joven y sonriente todavía, que me dice: “Platero es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro...”. Etcétera, etcétera.

    Articulistas
    set (0 = 0)