La tragedia del Rey
El Rey Juan Carlos observa la vida estos días desde Sanxenxo con la mirada perdida y los ojos líquidos. Es un anciano que parece no haber entendido en absoluto la dirección que tomó su vida. Albert Boadella, director de la extraordinaria obra teatral “El Rey que fue”, sostiene que la tragedia vital del Emérito supera a la de cualquier rey de las piezas de Shakespeare. Y eso es lo que una importante parte de la sociedad española no ha entendido: la tragedia de la vida de Juan Carlos I. Que ha culminado como la del Rey Lear, del que uno de sus cortesanos exclamó: “Se hizo viejo antes que sabio”. Porque don Juan Carlos, entre su infancia atroz bajo la tutela de los militares franquistas, los conflictos de la Transición, el “sesienten coño” del 23-F, las corinnas, las vedetonas, y la máquina de contar billetes, se hizo un viejo campechano, a quien alguna vez visitan “Los del Río” en Abu Dhabi, “ay Macarena”, para un fiestón que sea portada del “Hola”, pero no se hizo sabio. El Rey no acertó a desestructurar mentalmente la vida, el exterior, lo que bullía fuera, porque permaneció encerrado en El Pardo, La Zarzuela y, sobre todo, dentro de sí mismo. Por eso espetó a su hijo, Felipe VI: “No olvides que heredas un sistema que yo he construido”. Y en los dos años siguientes a la muerte del dictador, don Juan Carlos gozó de la potestad de un Rey absoluto, aunque renunció a serlo. E incide en sus memorias (libro de inminente publicación en España) en que afortunadamente no se vio en la situación de tener que firmar una pena de muerte, porque, de negarse, los militares no se lo habrían perdonado. Nada fue fácil en la vida del Rey. Entre 1975 y 1983 hubo 591 muertes en España por violencia política. El país osciló durante un tiempo excesivo entre un amenazador ruido de sables en los cuarteles y la libertad sin ira, libertad, que cantaba el grupo onubense Jarcha desde la televisión Reyfra y reclamaba el personal desde las aceras. Don Juan Carlos confió ciegamente en Alfonso Armada, hasta que, tras el 23-F, tuvo que confesar a Adolfo Suárez, que siempre lo había prevenido contra ese militar: “Adolfo, eras tú quien tenía razón. Armada es un traidor”.
Pero España avanzaba decididamente hacia la democracia. Por su gente. En la Facultad de Periodismo de la Complutense de Madrid había cuando entonces un profesor que explicaba que la Historia la hacen los pueblos, no los reyes. Pero don Juan Carlos estaba convencido (ahora todavía más) de que la Historia la hizo él. Que también. Paul Preston, su historiador, ha subrayado que el Rey se preguntó un día: “¿Y para mí qué?”. Y a partir de ahí se acentuó la tragedia shakesperiana del Emérito. Eran los tiempos en los que el gentío bailaba aquello de “hola mi amor, ¿soy yo tu lobo?”, Felipe González recibía cajas de puros habanos de Fidel Castro, y a Miguel Boyer le guiñaba el ojo Isabel Preysler desde la jet. El periodista Jaime Peñafiel lo ha resumido así: “La ambición dominó al Emérito; el dinero y las mujeres lo han perdido”. Pero a don Juan Carlos también lo extravió una lectura desacertada de la vida y de su vida por falta de referencias intelectuales, de cultura. Y una infancia tenebrosa en medio del fuego cruzado del odio entre su padre, Don Juan, y su tutor, Franco. A Juan Carlos I, durante lustros, lo halagó todo el mundo. Todos los periodistas. Y él terminó por confundirse. Como en esa cita a la que a veces recurre Manuel Jabois: “Los pájaros pensaban que volaban, pero era el cielo, que caía”.