La patada al brasero

24 may 2024 / 09:07 H.
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Vista la reacción social surgida tras la decisión del ministro Urtasun suprimiendo el premio Nacional de Tauromaquia y el reflejo posterior que la misma ha tenido respecto a la asistencia a festejos taurinos, habría que plantearse si, a lo mejor, el más merecedor del cantado premio podría ser ahora el propio Urtasun. No es que treinta mil euros sean mucho para un ministro. Tampoco lo era para los anteriores premiados, incluida la Fundación del Toro que en su día se lo llevó y que ahora anuncia que va a ser quien lo otorgue. Parece más lógico y natural que el papel de las fundaciones y de sus patronos sea el de dar premios en lugar de recibirlos. Sin olvidar aquí el noble —y torero— gesto de Morante de la Puebla que cedió en su día el suyo a una entidad benéfica como la Casa de Misericordia.

El cualquier caso lo que sí ha provocado la “ocurrencia” ministerial es un despertar de la afición y el respeto a la fiesta de los toros en la sociedad española. La patada ideológica removiendo las cenizas del ya de por sí sacudido brasero de las hispanas creencias, ha encendido las ascuas escondidas que aún conservan el calor de ancestrales pasiones. Los valores de una sociedad, y la fiesta de los toros —guste o no y se muestre o no— es un claro ejemplo de la nuestra, se han transmitido y han evolucionado a partir de culturas heredadas y enseñanzas recibidas. La sabiduría popular, las costumbres y las vivencias compartidas han configurado nuestros pueblos y ciudades con elementos comunes, pero de manera diversa. Y esa memoria colectiva nos conecta con nuestras raíces mucho mejor que cualquier narración ideológica de diseño electoralista. La educación recibida de nuestros padres y maestros es la mejor de las guías, aunque luego, cada individuo se quede con —o se desprenda de— aquello que sus propias conclusiones le determinen. Es lo que hemos hecho todos. La moral y la política tienen campos compartidos, pero la imposición ideológica no debe prevalecer sobre la autonomía individual y las profundas creencias de cada cual. Es la diversidad y la diferencia lo que enriquece nuestras sociedades, y es la tolerancia hacia las opiniones divergentes lo que hace posible una convivencia armoniosa.

Despreciar tradiciones tan arraigadas como los toros, en nombre de una supuesta superioridad moral, es un acto de soberbia generacional. La libertad debe prevalecer, para asistir o no a corridas y para defenderlas o criticarlas. Y es posible que la fiesta acabe algún día. Pero si lo hace será de muerte natural, porque nadie vaya o se quiera poner delante. No por decreto. Aunque estemos ahora en una época en la que se cuestiona todo lo antiguo y se quieren prohibir prácticas que no hace mucho eran naturalmente aceptadas, los toros y las tradiciones, como los curas y las procesiones, forman parte de nuestra identidad cultural. Lo suyo es aprender a convivir con nuestras diferencias respetando las elecciones individuales sin querer imponer una moral uniforme. La verdadera tolerancia no está en levantar muros sino en aceptar la diversidad de pensamiento y el respeto a las íntimas creencias del otro, sin intentar imponer una única visión del mundo. Deberíamos ser más cuidadosos, porque últimamente se le están dando demasiadas patadas al brasero sin darnos cuenta —o a sabiendas— de que una simple chispa puede provocar un incendio.



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