La guerra de la dependencia
Se cuenta por aquí que a mediados del pasado siglo un inepto abrió una modesta cafetería en un lugar céntrico. Se fue la luz, como solía pasar en aquellos años. Entonces, un futuro cliente, algo “enteraíllo”, con el propósito de mofarse y tomar café al mismo tiempo, le preguntó al aprendiz de industrial si había venido el fluido, a lo que, con cierta cortesía y deseo de complacer, contestó nuestro incipiente industrial: “Pues, mire usted, desde que abrí no lo he visto. Si quiere, cuando venga, puedo dejarle el recado que me diga”. Los apagones eran cotidianos. Tanto, que hasta los pequeños sabíamos arreglar los plomillos cuando saltaban. El contexto se parecía a una guerra de guerrillas. Se vencía con el ingenio y la previsión. Por los rincones de las casas, en lugares concretos, encontrábamos lo necesario: cabos de velas que habían sobrado de alumbrar en las procesiones; o, quizás, algunos candiles, que se alimentaban con aceite; o, mejor, los carburos, que nos atontaban con el olor; y cerillas, claro... En los hogares de los más pudientes había coquetos quinqués, o algunas linternas. No faltaba para comer, pues en la mayoría de la despensas se guardaba lo más imprescindible: la matanza, ristras de ajos, sacos o bolsas de garbanzos, habichuelas, lentejas... Melones y uvas colgados en las vigas, botellas de tomate, aceite... vino y vinagre, harina, cebollas, carbón para los anafres... Y paro, pues me pasaría de lo recomendado. Hasta en los hogares más modestos había algo para salir del apuro. La dependencia se combatía con estrategias. El apagón del 28 de abril, sin precedentes en estos tiempos, nos trajo estos recuerdos más infortunados. Y, evidentemente, la realidad de que aún somos dependientes, pero con alevosía. El enemigo es la energía en forma de corriente, pero las armas para combatirlo se bañan en la ineficacia. Pocos encontraron en el apagón una vela y mucho menos un candil o un carburo. Pocas pilas estaban en uso; suficiente para comer en frío (arcones y frigoríficos), pero cuidado que es peor el descongelado. ¿Cocinar?, pues no, que sólo hay vitrocerámica. Y nada de dinero, pues el cajero no funciona, ni el teléfono, ni la televisión... Menos mal que me sirven, porque me conocen, en la tiendecilla del barrio. A mi pariente no le funciona el aparato para el asma, y Fulano se ha quedado parado en el ascensor. El coche, la calefacción, el ordenador... Y a mi pariente de Sevilla ¿dónde le habrá cogido? En esta guerra de guerrillas, casi todo nos ha fallado, y seguimos erre que erre buscando culpables, sin obtener respuesta.