La fe y las montañas

    13 oct 2019 / 10:38 H.

    Afe mía que ya no estoy para trepar montañas, y menos aún para moverlas con algún seísmo procurado por las creencias que algún día tuve. Esta, mi fe de este otoño, ya tan solo mueve mis zapatos y siempre dependiendo de que aún pueda andar. Lamento otoñar de esta manera, y siento aún más propagarlo, pero actúo de buena fe, en concordancia con las malas digestiones que voy padeciendo, los paisajes yermos que estoy contemplando y las actitudes insolentes que estamos soportando. La fe no es patrimonio de ninguna religión, la fe en sí debería ser una montaña emanada de las bondades acumuladas por cualquier ser humano, una fórmula magistral para levantarse cada mañana con el ánimo de seguir confiando en los rincones amables del prójimo. No sé si será una pésima apreciación personal, debida a las inclemencias del paso del tiempo, o a la injusta sublimación de malas experiencias, pero pienso que cada vez más vivimos de pellejos para adentro, a pesar de nuestros avances y evoluciones materiales, a pesar de dar fe de nuestra buena fe.

    Esta hojarasca otoñal que me envuelve y voy arrastrando, supongo que viene motivada por lo que se puede desentrañar de la lectura atenta de los días que se están viviendo, de los oxígenos impuros que estamos respirando, de algunas verdades impuestas que son mentiras como puños, y de aquellas voces que son ecos adulterados. Hace ya algún tiempo que tamizo con cierto esmero aquellas informaciones que me van llegando por los presuntos medios de comunicación, por las novedosas redes sociales que tantas veces confunden más que orientan, por la publicidades de los magos de la economía con sus chisteras repletas de caca barata y en consecuencia muy económica. De esta guisa me hallo, sin saber si me estoy haciendo un culto sabedor de maldades propias y ajenas, o sencillamente intoxicando con aburrimientos y desencantos que no vienen a ser sino algunos y esenciales ingredientes de la mera existencia. De otra parte, asumiendo mis incoherencias como ferviente mortal que soy, tengo fe, esperanza y caridad ante el estoico silencio del espantapájaros en la cola del paro, en las pequeñas felicidades de los niños jugando, en las leyes feraces de la naturaleza, en la alquimia inefable de la risa, los abrazos y los besos. Así pues, abismado en estas gimnasias para mentes especulativas, me animo con cierta ufanía, con la fe que profesa el carbonero, a ir a votar de nuevo el próximo diez de noviembre, en un acto de contrición por los pecados que aún no he cometido, y en correspondencia con la resolución de Mahoma, pues si la montaña no viene, habrá que ir a la montaña. Y sudemos en paz.