La ciudad roja

07 feb 2025 / 09:20 H.
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Llevarse una baratija del zoco de Marrakech es arrancarle una púa de sal al gran precipicio de la noche del mundo. Hay una muralla al sur que encierra una medina. Cuando los taxis atraviesan sus arcos, la condición humana abre los orificios por donde la vida intercambia sus ángeles prisioneros. Decía Saint-John Perse: “¡Irascible la carne donde el celo del alma nos mantiene rebeldes!”. Y así el viajero camina por la grasa azul de las estampas, perdido por la casba con todos los sentidos en litigio. Todo lo perdonable deambula en bicicleta y lo que no tiene espera siempre tiene hueco en el sillón de atrás de una vespino ciega. Candiles y jofainas en el largo telar de los instintos amatorios donde toda grandeza acabó sometida por la daga de los matarifes. Cualquier argucia que sangra desde las maderas tiene ley para extender el sombrero que ha de alcanzar su denario. Las serpientes danzan en los nudos de las percusiones y el abrazo del bereber engatusa el azar de la visión mojando tus pulgares en el aura oculta de los elixires y las sedas que nunca pronunciaste en aquellas letanías escolares e infantiles con que aprendiste alguna ciencia. Quienes conocen los graves latrocinios del éxodo saben que el hombre que acostumbra su opulencia no será fascinado más que por viejas escaramuzas de aromas y ungüentos ancestrales que ya no despacha el hemisferio eléctrico del mundo. Nada de lo que la corriente del deseo pone en tus manos tiene precio porque, ay, del que no trabaja el honor de su aventura. Para cada contrato basta la fe de las lámparas. Y una sonrisa blanca bajo el páramo curtido de los párpados puede guiar la confianza de un camello sobre la orilla donde los niños piden que descalces la mano para alzar en tu propina la vergüenza de olvidar el alfabeto de nuestros agravios. Pasan las bestias atizadas y los carros y los hombres de mejor caterva esperan la llamada del imán bebiendo té en sobrias terrazas temerarias atravesadas por el bullicio de las naciones que pagan al cambio con la moneda del vasallaje. El sol de las cúrcumas lava las ruinas cuando la gran plaza cambia de mercaderes y todos los oficios sacan sus mugres a los últimos piratas del escalafón de las sombras.

Allá, sobre los tejados, la casi transparente cordillera del Atlas mancilla con su nieve la máscara de los desiertos. Sube por todas galerías el perfume de las frutas y el argán de los frascos, la molienda de las semillas exóticas que cae a las vasijas con la exquisita arrogancia de sus índices, la hierba prohibida que corre de mano en mano por las señas del saludo, la fragancia espumosa de la menta que se escancia generosa sobre los vidrios tallados contra la negra justicia de la usura. Ved cómo permanece de otros siglos la lenta persuasión del agua y la secreta arquitectura con que sus sabios la abrieron en las médulas de los frisos y silencios invocados para la ingenua purificación de la torpe desposesión de los espíritus. Los jardines y los gatos inclinan el dedo de la gracia al cuenco de la fertilidad que anhelan poetas y fotógrafos. Las mujeres vuelven a su buril a media tarde, niebla de sigilo, sus miradas. Es hora de abandonar el viejo azote de la lengua. Salid al alféizar del nuevo contubernio. Nada importa aquí lo que puedan murmurar en el Despacho Oval de Norteamérica. Solo que el botín que llega al caldo de la noche tenga siquiera pasaporte de supervivencia para otro día en la medina. Bebo con ellos esta sagrada insumisión del mundo. Camino del aeropuerto, tras la roja muralla, nada de lo que os cuente podría tener la venia de quien pone su sello sobre el pasaporte. Como un rubí guardado bajo el corazón con la vorágine secreta que nombra la palabra “hermano”, nadie como Zoubir o Souliha podrán enseñaros la fórmula del ágata, la playa de las alianzas, las naftas de la belleza con la claridad que no se vende en ningún catálogo de ninguna agencia. Ninguna al menos de tan irascible carne.



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