Justos por pecadores

19 nov 2020 / 16:04 H.
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El mundo espera la vacuna, pero mientras tanto... La carrera por desarrollar una vacuna efectiva no se presenta solamente como un reto de la industria farmacéutica frente a las enfermedades que acechan al ser humano, un éxito histórico frente a nuestra corrosión inevitable, en esa búsqueda material de la inmortalidad, sino más que nada como una evidencia de lo que puede el dinero. Todo va más rápido de lo normal afortunadamente, porque los intereses que se han puesto encima de la mesa son demasiado poderosos como para perder un solo minuto. ¿Cuándo nos vacunamos? Que no nos engañen, primero recibirán sus dosis los que puedan pagarlas. Las cuentas no dejan dudas, y la bolsa de Nueva York se halla en alerta constante sobre cualquier novedad. En Wall Street se mueven en su salsa las rapaces de la especulación.

Mientras tanto asistimos a un montón de medidas vicarias que pueden ser o no discutibles, porque todo es opinable, como si fuéramos contertulios de un programa de radio y cada uno dijera lo que le viniese en gana, con o sin razón, independientemente de los resultados o consecuencias. Mucho se ha comentado sobre la libertad individual y los derechos fundamentales, que no pueden ser recortados, aunque bien poco se ha argumentado acerca de lo que significa esa libertad, qué maneras hay de interpretarla o qué especificidades despliega. ¿Qué es, en suma, la libertad? Filósofos sesudos de los últimos dos siglos han gastado ríos de tinta para tratar de definirla, sin respuestas, y sin embargo aquí tenemos a unos cuantos exaltados —en EE UU salen con el rifle a la calle— dándonos lecciones de lo que es o no la libertad, que pasa por “hacer lo que uno quiera”. No, queridos amigos, eso no puede ser —ni será— la libertad.

El ocio nocturno forma parte de esa estrategia en la que uno hace lo que quiere, porque uno se responsabiliza de su propio contagio o posible propagación. En la primera ola del virus los empresarios del ocio nocturno fueron quizá los más incisivos contra las medidas de cierre. Y he aquí que a la vista de las circunstancias, hasta las posturas más conservadoras han tenido que avenirse a la regulación de esos espacios públicos, cerrándolos y obligándonos todos al toque de queda. Cuando se dejó vía libre para que los negocios salieran adelante, se ha fracasado estrepitosamente, porque no todos los empresarios son responsables. Algunos sí, claro. ¿Y entonces? ¿Ponemos un policía en cada establecimiento para que regule cuántos clientes entran, y ver si se cumplen las medidas de seguridad? El neoliberalismo, cuanto más cacarea filosóficamente sobre la responsabilidad individual, más se retrata en lo opuesto, siendo ese —desde luego— su límite y contradicción moral. Muchos bares y restaurantes han cumplido durante estos meses con los protocolos de distancia y aforo en sus locales, pero han tenido que cerrar. Otros tantos no, y hemos contemplado con estupor cómo se llenaban a rebosar, reduciéndose la situación a un inexplicable cachondeo o sarcasmo. Así que ahora todos pagamos justos por pecadores, resignándonos con prudencia estoica. El neoliberalismo fomenta el individualismo, lo potencia y lo exalta. Es la base o eje de su discurso. No se trata de que el sistema falle, y que el individuo deba intervenir para corregirlo, sino lo contrario. Precisamente ahí hace aguas. Ahí muestra su lado débil.

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