Jaén regresa al futuro
“Pasear hoy por el centro de Jaén y sus avenidas supone el lastimero espectáculo de contabilizar locales chapados”
Los jiennenses nos anestesiamos a la hora de defender nuestro patrimonio. Estamos lejos de los ingleses, americanos o alemanes, los cuales remueven conciencias activando a la sociedad civil cuando se pretende derribar un edificio histórico. Se manifiestan en las calles, lo rodean con cadenas humanas, hacen colectas públicas y emprenden enérgicas campañas en los medios de comunicación para evitar la desaparición de algo que para sus comunidades locales tiene valor cultural y sentimental. En Jaén sólo ha sucedido algo así por un bar.
Hace algunas décadas en la capital se derruyó un edificio —sin valor arquitectónico— cuya fachada daba a la calle Valparaíso, o sea, el callejón de la Mona. En los bajos de dicha casa había un bar que sacaba los veladores y sillas de hierro a la calle y, para que a los clientes no los cagasen los pájaros, echaba un toldo verde cuyos anclajes se incrustaban en las piedras del cabecero de la catedral, ocultando y poniendo en riesgo las figuras del friso gótico, tan fotografiado hoy día y que hasta los guías enseñan a los turistas. La ruinosa casa fue echada abajo para levantar en su solar la sede del Colegio de Arquitectos, un moderno edificio que acoge en su interior el palacio de los Vélez —del s. XVII— y que conjuga sin estridencias con la catedral. Este duelo de arquitecturas me recuerda en parte a la plaza del cardenal Belluga, en Murcia, una de las más impactantes de España debido al contraste del barroco de la catedral y del palacio episcopal con el Ayuntamiento que, a finales del s. XX, diseñó Rafael Moneo.
Pues bien, lo que aunó voluntades jaeneras y promovió artículos elegíacos en prensa fue la desaparición de aquel bar del callejón de la Mona cuyo serpentín, al parecer digno de alquimistas, tiraba cañas muy frías. No hubo reacciones ciudadanas defensivas de tanto calado ni en la dictadura ni en la democracia cuando las excavadoras tiraron el Teatro Cervantes, decenas de casas palaciegas y multitud de ejemplos de edilicia popular que le aportaban a la ciudad un sesgo de hermosura que se fue por el sumidero del olvido. Perdimos el cogollo de nuestras señas de identidad por un cóctel letal de desidia, incultura, complacencia con la mediocridad y delirios especulativos.
Seguimos vegetando. Los alrededores de Jaén son unos paisajes tan edénicos que, en todo caso, sólo la bahía de Santander los supera en belleza. En ellos hay unas caserías —no pocas de ellas abandonadas— que podrían reconvertirse en restaurantes y hoteles rurales, conformando una red hostelera que dejaría en mantillas a la de las comunidades autónomas del norte, tan de moda desde la pandemia. Sólo hace falta un empujón al espíritu empresarial (perdón, emprendedor). Y, por supuesto, un trasvase de inversiones públicas en infraestructuras. Porque hasta en el paraíso natural del mare oleum la gente necesita accesos cómodos.
El año que acabé el instituto fui con mis compañeros a ver Regreso al futuro, donde el protagonista viajaba en el tiempo —a los años 50— para tratar que el pasado no cambiase, pues eso implicaba el riesgo de modificar el devenir y, por tanto, el presente. Pasear hoy por el centro de Jaén y sus avenidas principales supone el lastimero espectáculo de contabilizar locales chapados, desocupados desde hace años, comprobar la involución comercial. No sucede igual con el resto de capitales. Da la sensación de —como en dicha película— haber regresado al pasado, pero ni siquiera al de la ciudad de finales de los 60 y los 70, donde convivían unos comercios de pujante modernidad con otros tradicionales, como aún sucede en Lisboa y Oporto, por ejemplo.
La universidad es lo mejor que le ha pasado a esta provincia en el último medio siglo, sobre todo desde su emancipación del despotismo paternalista de la granadina, pero todavía queda trecho para que, además de impedir el sangrante éxodo de los jóvenes más cualificados, atraiga al talento joven de fuera, única manera de romper las estrechuras mentales y prosperar económicamente. Pero claro, veníamos de un pozo y hemos quemado etapas para escapar de un atraso endémico, no en vano la prensa local de finales del siglo XIX ya hablaba del conformismo y apatía de la sociedad jiennense.
Entre 1918 y 1927 Jaén tenía el patético récord nacional de analfabetismo: tres de cada cuatro de sus comprovincianos no sabían leer ni escribir. En la década de 1940 la mortalidad infantil alcanzaba porcentajes no igualados hoy por ningún país africano. Y en los años 50 y 60 la provincia fue una continua lanzadera de emigrantes cuya banda sonora la puso Juanito Valderrama. Buena parte de la culpa de este subdesarrollo recaía en la ausencia de una potente burguesía mercantil, industrial y financiera, en el desamparo de infraestructuras y en unos políticos del terruño generalmente de poquísimo fuste que se daban garbeos por nuestras calles como si fuesen la reencarnación del Conde Duque de Olivares.
Esta tierra —situada en la periferia de casi todo pero en el centro de nuestras emociones— ofrece una vida apacible para quienes, a conciencia, hemos querido seguir arraigados en ella, pero no podemos acostumbrarnos a unas comunicaciones ancladas en el siglo XX si pretendemos que, entre otras cosas, se dejen sin cubrir tantas plazas de los médicos que aprueban el MIR, por considerarla —no digo las Hurdes que visitaron Marañón y Alfonso XIII— un lugar desconectado y desabastecido del tipo de ocio y cultura que demandan los tiempos.
Desde hace mucho somos la potencia mundial del aceite de oliva, pero ni el franquismo —a través del CSIC—, ni la Junta andaluza en cuarenta años de democracia instalaron aquí centros de investigación del olivar y del aceite. Mientras otras provincias eran agraciadas con el Gordo, a la nuestra no le tocaba ni la pedrea.
De este paisaje de olivar no cesan de salir individualidades magníficas, que, aunadas en vez de estar dispersas por el mapa, serían una formidable locomotora de progreso, porque la Alta Velocidad no la tendremos. Las urgencias ferroviarias —valoradas en miles de millones— están acordadas para satisfacer a la mafia del independentismo catalán, que si antes despreciaba a la Andalucía charnega que trabajaba en Cataluña y colaboraba en su enriquecimiento, ahora recela de una Andalucía moderna camino de convertirse en la California hispánica que tiene en Málaga su vanguardia. Otros mafiosos independentistas, los vascos desencapuchados de Bildu, temerosos del milagro económico sureño y de su conversión en tierra de promisión, tienen el poder de obstaculizar inversiones en Andalucía, y además no olvidan que Jaén es vivero de tricornios, que de la academia de Baeza salían guardias civiles que enterrábamos entre olivares tras los atentados, y que muchos terroristas fueron detenidos por agentes que se comían las eses al hablar.
Ea, toca remangarse y reivindicar lo que nos pertenece con la altivez del poema de Miguel Hernández. Y entretanto, hagamos lo que mejor sabemos. Trabajar en paz vigilante en esta tierra de acogida.