Jaén desde la barra de un bar

19 feb 2017 / 11:41 H.

Piturda era un hombre elegan-te. Cuando Octavio Ortega se dejó fotografiar en la calle Bernabé Soriano en 1973, la chaqueta sobre la camisa blanca de picos largos y el pantalón sujeto a la cintura con un cordel le quedaban como la noble túnica de un senador romano junto a su cuádriga repleta de cartones. Octavio fue, como su nombre indica, senador de la república de la calle. Orador incomprensible en el parlamento del adoquín en una Jaén de silencios donde sólo la chiquillería lo profanaba para lacerar al patricio del carrillo de mano. Esa fotografía de Piturda lidera un mural instalado por Diario JAÉN frente a la barra del Bar La Barra, remate de un aniversario que ha querido recordar lo que fuimos para tener cada vez más claro lo que queremos ser. Setenta y cinco años que han derivado desde las canonjías oficiales del Trepabuques a las trincheras en las que se postula ahora, asentada la democracia tras la restauración política.

Con esa sonrisa que exhibe le da un aire a Gary Cooper; noble, seductora y condescendiente. Sobre todo por esos dos surcos que le atraviesan la cara a derecha e izquierda. En Piturda vieron aquellos niños crueles un juego perverso; periodistas de la época, en blanco y negro, buscaban un ejemplar exótico y sólo años más tarde, bien intencionados o no, los intelectuales orgánicos e inorgánicos del Santo Reino redescubrieron a Octavio, el senador, como un arquetipo que resumía las esencias de una ciudad, de un concepto, el de Jaén, que no existe. Aquella en la que late lo viejo y lo nuevo. Del ¡Jaén ni pollas! castizo y con caspa, aunque exhibiendo cierto aire reivindicativo, a la Jaén pretendidamente intelectual, cultural y reivindicativa que entronizó al cartonero como depositario del espíritu de una ciudad ecléctica. La misma que sucumbe cuando la procesión de El Abuelo transita de madrugada por calles y plazas, y la misma que busca acomodo en los bares de la comarca del callejón, en los vintage del gin y la tonic premium, por poemarios de poco recorrido y mucha pasión, en columnas de surco y marea de este mismo periódico, o en tertulias de barra fija...

Octavio Ortega es la memoria y el inventario de la Jaén que no puedo ser y, a la vez, de la que se rebela, sufre y divaga condenada a recoger cartones para llevar a la mesa un plato caliente de comida. Piturda ya es una marca, una referencia en el imaginario de la ciudad, arqueología de leyenda urbana que compite con la del lagarto reventón de La Magdalena y sus raudales.

La ciudad necesita un acto de conciliación. Hay un buen recetario de motivos para abrazar un futuro que no tiene ni trazo, ni forma, ni color. Podría bastar, sin embargo, invocar la memoria de estos personajes, anónimos o no, que quedaron atrapados en la eternidad de una fotografía. Piturda subió a los cielos en compañía de sus ángeles y arcángeles. Unos de golpe en el pecho, otros de escopeta y perro; los más de título con orla, carné de militante y certificado de pureza de sangre, descendientes del Condestable, por lo menos. Y la chiquillería, la única fiel a sí misma, seguía gritándole con guasa cruel, como Millones cuando una noche anduvo por los callejones dándole barrigadas a un pobre ladrón que le amenazaba con una triste navaja. O Nieto, apoyado en el mostrador, mirando de arriba abajo con sarcasmo a políticos y empresarios mientras se mesaba la barba en el santuario del Patillas, que habitualmente me abría una Coronita, le ponía limón en el cogote y pedía, serio con la pata de un arca, un bocadillo de calamares que aún estoy esperando. La primera vez que entré en su pub le dije que tenía hambre. Nunca tuvo cocina. Nieto, compasivo, se reía con la anécdota. Sea por lo que sea, por esa Jaén vital, contradictoria y ciertamente tolerante, que vive entre la calle y los bares, no tendremos más remedio que pensar en otra ciudad, más allá de callejones y bares. De aquella Jaén de Piturda no queda más que el recuerdo del personaje y la fe que dan las fotografías.

En una de ellas, un guardia urbano posa de perfil, impecable y marcial, mirando al frente como si adivinara la presencia de algún vehículo, escasos en aquellos años cincuenta, mientras a sus pies se amontonan los regalos de los vecinos para el aguinaldo de Navidad, licores y paquetes que prometen buen género. Lo que era costumbre hoy no sería de recibo: vecinos dejando regalos a los policías municipales junto a las motos o los coches patrullas mientras éstos se afanan con las multas. Como tampoco imaginamos la llegada de un tren de alta velocidad, de un AVE pico de pato entrando en la estación de Jaén, como lo hizo aquel expreso de Espeluy a Jaén en 1963 en la ruta hasta Puente Genil. Jaén también perdió los trenes y sus estaciones. La herida dejó un tajo que sólo ha cicatrizado con un injerto en un tramo de la línea del aceite por donde transita la vía verde. Los mejores años del tren fueron los sesenta, aunque en la provincia la expansión significativa se produjo a principios del siglo pasado.

El ferrocarril encabeza hoy manifestaciones, estampa pancartas y mueve debates sobre desarrollo y articulación territorial cuando no hay un euro para inversiones. Jaén calla y posa con cierta elegancia indolente viéndolas venir. La conciliación de una capital de provincia pequeña, casi en todos los sentidos, quizá salvo en autoestima, tiene que ver con vías y catenarias, las del tranvía. Cuando llegue al acuerdo definitivo para que circule, que llegará antes que después, será el momento de repensar la ciudad, de dibujar el trazo grueso de cómo debiera ser en los próximos 25 años. Una o dos líneas de tranvía, da igual de momento; otra movilidad urbana para otros hábitos y siempre sin desvincularse del desarrollo de su área metropolitana, a la que debe seguir ofertando servicios. Ciudad de administraciones, ciudad universitaria, ciudad de museos, ciudad de cultura, ciudad de callejones y bares, ciudad para vivirla en la calle. El empeño requiere tener un proyecto para su rediseño, un plan para ejecutarlo y la determinación de tomar decisiones que cambien esos hábitos compartidos con los municipios de la comarca. La Universidad tendrá que crecer; el transporte público requerirá de nuevas soluciones y deberían llegar más trenes y más visitantes. Será complicado el concierto y la conciliación de ideas, incluso de intereses, pero la ciudad no puede permitirse seguir siendo un universo pequeño, modesto y sin aspiraciones, entrañable en el recuerdo, como el de Octavio Ortega, Piturda, o el del guardia urbano junto a los regalos de sus vecinos con la ciudad cantando villancicos; menos aún anclados en la nostalgia que produce ver cómo la A mayúscula del letrero de la fábrica de cervezas El Alcázar encabezaba el camino hacia el exilio definitivo con la retirada de la marca. Una fotografía precisa que retrata el fin de una época. Con la desaparición del nombre y camino de engrosar el tamaño de una multinacional, aquel día del año 2001 Jaén supo que estaba en la Unión Europea, en el mercado común, en la Europa de las dos velocidades, sin fronteras. Después, a finales de los años noventa se daría de bruces con la cara amarga de la política comunitaria a cuenta del olivar y del aceite de oliva. Entonces no calló ni la ciudad ni la provincia y la voz llegó hasta Bruselas. Jamás se vio en Jaén una manifestación de ese calibre. Ni el voluntarioso guardia urbano hubiera sido capaz de ordenar y dirigir a tanto gentío.

Porque al campo, cuando se le tocan las entretelas se levanta. No hay comparación cuantitativa ni cualitativa de la marea que inundó Jaén entonces, para protestar contra la OCM del olivar y el aceite de oliva, con aquella tractorada modesta de 1967 en la que los vehículos aparcados en fila y sin agricultores exhibían en su cabecera una pancarta reivindicativa atemperada con un mensaje patriótico: “Gobierno: ayudando al campo salvarás a España”. ¿Eran los años de UTECO? Aquel imperio del olivar también se desmoronó estrepitosamente. Aquello lo contaba el viejo periódico, siendo él y sus circunstancias, que diría el gran Ortega y Gasset. Prensa artesanal que ya había dado un salto tecnológico importante y que exhibía su rotoplana para la impresión ante los ojos curiosos de un grupo de alumnas acompañadas por sus profesoras. Galería de contenidos en la que no podían faltar aquellas ferias de San Lucas en las calles; las fiestas de Santa Catalina, los melenchones, las hazañas de Arregui con el Real Jaén y sus aventuras en Primera División. El futbolista quedó inmortalizado para el imaginario deportivo jiennense dando un poderoso salto cabeceando un balón en La Victoria, con el rectángulo del edificio de la Escuela de Magisterio emergiendo tras el modesto y abarrotado graderío. El Real Jaén se vende hoy por un euro con su deuda galopante en el fondo del saco. Y por ahí pululan esos inversores internacionales, poco conocidos, que llegan con la etiqueta de salvadores grabada en la frente y resuelven las expectativas, habitualmente, tirando menos de lo esperado de la chequera. Jaén y el fútbol. También requiere un concierto. ¿Qué equipo quiere y puede sostener la ciudad. Y cuando escribo la ciudad sólo estoy pensando en los que dicen amar el fútbol con pasión y en las empresas que pueden ayudar por eso del amor a Jaén, sus tradiciones y valores intangibles. De las arcas públicas ni puede ni debe vivir un equipo profesional que gobierna una sociedad anónima deportiva. Y los que se resisten a aceptarlo no tienen más que mirar cómo están las gradas del nuevo estadio de La Victoria. Insostenible.

De fútbol se habla en los bares, parlamento natural que congregaba a los forofos cuando la única televisión disponible en el barrio era precisamente la del dueño que atiende tras la barra. De política también cuando se pudo. Y de la vida cotidiana, en la ruidosa intimidad del recinto, calientes en invierno y fresquitos en verano. Historias de hijos y padres, de vecinos, de parejas. Historias, innumerables, que tejen la vida mientras se bebe y se picotea. Oficiaba el tabernero, nombre en peligro de extinción, si no ya extinguido. Digamos que el dueño del bar, y señor de la barra, es quien dirige, atiende y se interesa por el parroquiano.

La Barra es un bar, pero bien podríamos decir que es una taberna. y que Carlos de Pablo Morales es el tabernero. Va y viene sirviendo. Cañas o tercios a lo largo y ancho de la barra. Aquí un vermú, allí un vino; de tapa, salchichón, morcilla, migas, habas con huevos... No es un vintage ni un gastro bar –dicho con respeto a estas propuestas barísticas–, pero en su esencia puede sustanciar algo que Jaén necesitará ineludiblemente a la hora de vestirse necesariamente con un traje distinto al que ahora viste: en su largo y estrecho recinto une lo viejo y lo nuevo. Y dentro no tienes nunca la sensación de estar incómodo, de sentarte hombro con hombro con los otros parroquianos. Murmullo de conversaciones cruzadas, nunca gritos. Concierto y acordes para músicas distintas.

Carlos de Pablo Morales y familia compartían cita este viernes al medio día con ‘Jaén bien vale una sonrisa’, la exposición que nos ocupa. Aquellas jaenes que van del blanco y negro al color, sujetas con la cuerda casi invisible del pantalón de Piturda, el soñador Octavio, de la familia de los cartoneros. Un mural gráfico que observa tras la barra, ajustando sus gafas, satisfecho. Su padre, Carlos de Pablo Martínez, octogenario ya, tampoco se pierde la cita. De Pablo Martínez ha paseado bajo el brazo, por Jaén y fuera de Jaén y de España, la cabecera provincial el periódico. Y se ha comprometido a volver a sentarse en un taburete, frente a la barra, para clausurar la exposición, el recorrido de esas 60 fotografías que su hijos y los parroquianos van a ver hasta que llegue la primavera enfrente de la barra, deletreando en la pared historias y personajes reconocibles. Se hablará mucho de la Jaén en blanco y negro y de la de los primeros tiempos del color. Pero recreando esas historias se hablará también, entre caña y caña, tapa y tapa, de la Jaén de hoy y de la que debe venir. No habrá, seguramente, unanimidades. Probablemente todo lo contrario. Lo que importa, no obstante, es que se hablará y mucho.

Precisamente en uno de esos taburetes, junto a la barra, me relataron también este viernes una historia de dos jaenes y de dos jiennenses. Juan Francisco Cobo Valdivia era prácticamente. Profesional intachable, muy cuidadoso en el vestir y de Izquierda Republicana. Blas Cuesta Gutiérrez era del régimen, vinculado a la Falange, me cuenta mi interlocutor. Pasó la Guerra Civil. Nos situamos entre los años cuarenta y cincuenta. Juan Francisco y Blas se conocían, de hecho salían juntos y compartían una afición, la caza, que igualmente practicaban juntos. La amistad extrañaba sobremanera, pero más allá de ideologías se mantuvo. Tal era la tolerancia en su relación amistosa que Blas cuando paseaban juntos y pasaban delante de una iglesia le decía atento a Juan Francisco:

–Espérame un momento que voy a echar unos rezos...

Entraba en el templo y Juan Francisco, el republicano de izquierdas, le esperaba fuera fumando un cigarrillo.

Es solo un episodio, es sólo una historia singular, un botón que casi no llega a muestra en aquellos años duros, durísimos, de represión y hambre. Pero esas dos jaenes, esos dos jiennenses, pese a todo podían hablar y conversar. Ponerse de acuerdo es muy distinto. Jaén bien merece una sonrisa, un acuerdo, un proyecto que la haga mejor y más próspera. Algo que nunca pensaría el niño de una fotografía del mural mirando absorto un charco en una calle descarnada de la capital con un pie dentro. El reguero de agua se pierde calle arriba; un riachuelo posiblemente provocado por la lluvia. ¿Vivirá ese niño? Puede que sí; quizá se vea en la foto y acuda a La Barra y sepamos quién es y qué pensaba mirando el charco.