Hay que comerse la cabra

    08 abr 2023 / 11:42 H.
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    Oel arte de transformar un conflicto en un banquete). “Hay que comerse la cabra”. La frase−—como tengo escrito en algún sitio que ahora no ubico— se la escuché a un ilustre militar que conocí en otros tiempos en tierras africanas. Lo de la perentoriedad en comerse la cabra, según su propio relato, fue una decisión adoptada por él en mitad del desierto, cuando, como oficial al mando de Tropas Regulares, se vio atrapado en un conflicto crítico entre dos soldados: cristiano uno, y celoso dueño de un saco de trigo, y musulmán el otro, amo y señor de una cabra.

    Preciso es llamar la atención sobre esos dos curiosos símbolos: el trigo cristiano y la cabra musulmana. El trigo trae a mi memoria lo de buscarle significativo al refrán de “un grano no hace granero, pero ayuda al compañero”; la cabra musulmana me lleva a otro refrán: “cada uno sabe las cabras que guarda”. Yo empezaría ya a buscarle significados a lo de la complicidad sinérgica de la suma de granos y lo que sugiere eso de que cada cual sabe de lo suyo mejor que nadie. ¡Pero volvamos a la historia de lo de comerse la cabra por “uebos”.

    Contaba el general Cruz que la cabra del musulmán se empicó con el trigo del cristiano de tal manera que, en lugar de utilizar las largas noches del Sahara para el sueño reparador tras las penosas jornadas del desierto —como Dios y Alá mandan— desertaba ella de la jaima muslime, y se dirigía, taimada, a roerle el yute al saco de trigo cristianado hasta abrir canalillo por el que trasegar su diario celemín de grano nocturno, lo que provocaba las justas iras del amo del trigo, harto como estaba de echarle remiendos a los desgarros de su talego nutricio.

    Una de aquellas noches —que dicen que en el desierto se llenan de más estrellas que granos de arena puedan contarse en el Sahel—− lanzó el cristiano un peñonazo contra la cortabolsas con tal puntería que los dientes roedores al animal cayeron a tierra teñidos en sangre cabría. No sé si sabrán lo que conocía al dedillo el general Cruz, de no tan alta graduación por entonces: que entre los discípulos de Alá rige la literalidad de otro refrán tajante: el de “diente por diente”, que es algo así como que las deudas de sangre piden su cancelación en sangre, lo que obligaba a su soldado cabrerizo a lapidarle los dientes a quien había causado el alud sanguinario de los piños cabrunos. También sabía el joven capitán de Tropas Nómadas que las creencias paradigmáticas no se aplacan con discursos ni órdenes, por muy jerarquizados que sean, sino que se precisa recurrir a rituales capaces de volver las aguas desmandadas a sus cauces. Y no se le ocurrió otra cosa que trocarse en dueño y señor de la ofensa mediante la adquisición del objeto perturbador.−—Te compro tu cabra, Alí—−supongamos que se llamara así.

    Pero, mi capitán: ¿vas a pagarme tú lo que valdría mi gacela con todos sus dientes en condiciones? (Que nadie se me escandalice por el tuteo; sabido es que los muslimes tutean hasta a su padre, como falangistas o comunistas en pleno mitin). ¿Cuánto valía antes? Diez duros. Como estos —respondió el oficial—, poniendo encima del destripado saco de trigo uno de aquellos cárdenos billetes con las barbas de Santiago Rusiñol en ristre, billete que el hijo de Mahoma se apresuró a hacer eclipsarse entre las frunces de sus zaragüelles de campaña con una hábil mano izquierda, mientras que con la derecha le alargaba el ronzal a su capitán cerrando tan ventajoso trato.

    Para entonces, toda la tropa había perdido el sueño, y asistía expectante al desenlace de una bronca que el joven oficial convirtió en llamada a fajina: ¡Hay que comerse la cabra!, ordenó nada más tomar posesión de la desdentada víctima, orden que fue acogida con atronadores hurras y lanzamiento de chapiris hacia las estrellas.

    “Si no nos hubiéramos comido la cabra aquella noche —me contó el general Cruz bajo las mismas estrellas en el cielo reducidas a dos de cuatro puntas en sus charreteras— el animal hubiera seguido con los asaltos al saco de trigo de Pepe —pongamos que se llamara así— y mi campaña se hubiera convertido en una guerra de guerrillas familiar sin cuartel”.

    −¿Y se así solucionó el conflicto? —murmuré. ¿Solucionarse? No hay mejor solución con una cabra loca comiendo trigo ajeno en mitad del desierto que convertirla en una tajada a repartir entre todos en torno al fuego.

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