Gualtero y doña Juanita
Una mirada distraída a las fotos que este, nuestro periódico, publicaba hace unos días en plena efervescencia por San Lucas me ha hecho retroceder varias décadas y reencontrarme con ese otro yo que una vez fuimos. Una cara, alguien en una mesa de cerveza y tapas, me ha llevado de nuevo a aquellos veranos en que “algo tienes que hacer para no perder el tiempo” según doctas palabras de mis padres cuando el curso marista terminaba y se avecinaban meses de “dolce far niente”. Esa persona que me ha hecho volver al pasado es Gualtero García de Castro. Y el escenario en el que vuelvo a verlo en la feria neuronal del recuerdo es la primitiva Academia San Francisco en la Calle Cerón. Allí, en una habitación interior sin ventanas se hallaba el aula de Taquigrafía. Una “ciencia” que fue superada, creo, por los adelantos técnicos pero que tuvo cierto auge junto con la socorrida mecanografía de la que luego hablaremos. En aquel verano taquigráfico recuerdo las “minicasettes” en las que Gualtero nos iba dictando palabras y frases que trasladábamos al papel con inusitada rapidez. La línea que separaba la década de los sesenta de los setenta estaba desdibujándose en el calendario y los chavales, aun sin un futuro profesional pensado ni decidido, soñábamos quizá con recoger discursos o apuntar noticias con aquel lenguaje diabólico de palitos, redondeles y puntos varios. Nunca más volví a coincidir con Gualtero a pesar de que el imperio de las San Francisco creció y amplió horizontes educativos. Para mí, su recuerdo quedó escondido en aquel libro de cubierta verde oscura que, en la vorágine de alguna mudanza, perdí para siempre. Hasta ese momento, claro, en que la feria me lo ha devuelto en todo su esplendor. La mecanografía era la otra pata del banco veraniego. Y allí que vuelvo a verme golpeando con furia -no funcionaba de otro modo- aquella máquina de escribir negra de apariencia vetusta y peliculera ya entonces. El teclado estaba oculto por un cajoncillo de madera para no ver el “qwert–poiuy” que tanto repetíamos en cansinas columnas. El lugar, un piso de la calle Jorge Morales, lo comandaba Doña Juanita. Singular personaje de quien tampoco he sabido nunca nada más. Ella y su hermana merendaban en una mesa camilla mientras la pléyade de futuros mecanógrafos les surtíamos de bella banda sonora entre bocado y bocado. Aquel año los Reyes me trajeron una flamante Olivetti Valentine que conservo con especial mimo y que muchos años después descubrí como diseño premiado en el Museo Nacional de Artes Decorativas de Madrid. Gualtero y doña Juanita, mis personales dioses de la taquimecanografía, siguen en el Olimpo de la nostalgia de aquella niñez que nunca se olvida. Gracias a los dos.