Forsyth, espía y torero
Hace unos días que ha fallecido Frederick Forsyth y, mientras repasaba su trayectoria, he recordado un viejo ejemplar “setentero” de “Chacal” que debe estar escondido todavía en alguna caja del trastero de lo leído, aunque en ocasiones volvió a la actualidad como cuando escribí, en nuestra publicación “Rayud” sobre la llegada de Charles De Gaulle al Parador de Santa Catalina. Aquella portada con la silueta del general circula todavía por mi memoria, especialmente ahora que nos ha dejado el autor.
En la memoria tengo ese libro unido a otro que supongo de la misma época, ¡Oh Jerusalén!, el de Dominique Lapierre y Larry Collins, que debí leer por entonces y que por alguna extraña conexión neuronal aparece junto a Chacal en la estantería del recuerdo.
Forsyth nos contaba en ese libro el intento de magnicidio de De Gaulle por parte de un asesino a sueldo al que nadie conoce y tras aquella lectura trepidante llegó también el cine. En aquel tiempo no era muy consciente de los directores ni de los actores, pero después identifiqué nada más y nada menos que a Fred Zinnemann como el artífice de la primera versión de Chacal. Recuerdo que en los noventa se hizo un remake mucho menos interesante a mi modesto juicio, aunque aquí sí que conocía a Bruce Willis y a Richard Gere como el asesino y su perseguidor.
Forsyth fue espía del M16 y, claro, escritor como bien sabemos, pero hay un detalle que no se conoce del todo: en algún momento fantaseó con ser torero. Vivió en Málaga y estudió de joven en Granada. Le encantaba nuestra cultura y nuestra lengua (aprendió un “español callejero”). Cuentan que se saltaba las clases para pasear por las tabernas, empaparse de la vida cotidiana de las gentes y beber jerez. También vivió en Dénia un año para no pagar impuestos en Inglaterra. Su vida fue realmente una novela: casi le mata un traficante en Hamburgo, lo ametrallan en Nigeria, vive el golpe de Guinea-Bissau, fue piloto de la RAF, reportero por esos mundos o se las tuvo que ver con la Stasi. Recuerdo haber leído que, incluso, guardaba en casa la bala con que le dispararon en Biafra.
Todo ese bagaje se tradujo en personajes con inteligencia y honor y como explicaba uno de los estudiosos de su obra, “capaces de hacer del asesinato una de las bellas artes, salvaje pero estético, complejo y sutil”. Sus novelas, y lo afirmo por propia experiencia, no podías dejar de leerlas así como así. Ficción y realidad, eso lo sabría después, se mezclaban de tal forma que la historia parecía fluir entre las conspiraciones, tiroteos, espionajes, huidas y muertes de tal modo que, como bien decía, acababas convencido de que “Este es un mundo muy peligroso. Nadie está a salvo”. En efecto, se diría que hizo suya esa forma de narrar que mezclaba con exquisita precisión intrigas políticas y militares y que en cada novela nos sirven prácticamente como lecciones de historia con unos personajes siempre bordeando la moral o la legalidad, pero con una valentía y honor especiales e introduciendo debates éticos en el lector planteando temas como la lealtad, el deber y el precio del poder.
Para acabar una de sus frases: “Un periodista nunca debería unirse a la clase dirigente, por tentadores que sean los halagos. Hay que pedir cuentas al poder, no asociarnos con él”. Quizá deberían tenerla en cuenta ciertos “profesionales”.