Flores secas

    30 oct 2022 / 16:00 H.
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    Por las calles del viejo cementerio de san Eufrasio corre un aire mudo que arrastra su altura por debajo de los picos de los cipreses liberando de polvo y telarañas el nombre de sus muertos. Huérfano para siempre y a la orilla de un barranco donde acaban comercios y negocios que fallecen por caducos o por falta de espacio, el viejo Campo Santo que ahora linda con viviendas adosadas y balcones, es sin respiración el más vivo ejemplo de que la eternidad no tiene límites, pero la vida sí. Bajo el cielo de este mundo tan cruel, tan sabio y primitivo que hoy pisamos: la muerte ha perdido sabor, pero ha ganado alegría. Si hasta los cementerios son capaces de morir, por qué no enterrar también a la muerte celebrando su onomástica con alegría y encendiendo mariposas en los ojos anaranjados de una calabaza hueca, mientras te hartas de dulces y caramelos. La muerte, según se mira es tan liviana: pesa menos que todos los cadáveres que al día cuentan los noticiarios y ocupa más espacio que el impuesto de patrimonio. Es muy digno honrar la memoria de nuestros difuntos y recordar con tristeza su partida, nada nos iguala tanto como la muerte, mientras sigamos vivos.

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