Figura sin paisaje

28 mar 2025 / 08:37 H.
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Más allá de la simple propuesta o discusión del “toros sí o toros no”, la Fiesta de los toros ofrece, como la vida misma, un sinfín de perspectivas y de posiciones espaciales, estéticas o morales. Ernest Hemingway y Claude Popelin, americano y francés, fueron criticados por los “taurinos” del momento, erigidos en salvaguardas de la ortodoxia argumental de la lidia. Al primero no le dolían prendas diciendo que mataría con sus propias manos al que recosía la piel de un caballo corneado y destripado para sacarlo de nuevo al ruedo. Y al segundo no le temblaba la pluma criticando el toreo de perfil del mismísimo Manolete. Pero lo cierto es que el hecho de leer a ambos puede ser un buen ejercicio de oxigenación taurina para cualquier posible aficionado, porque escribían despojados de los tópicos que los españoles venimos heredando o a los que nos lleva la moda imperante de lo políticamente correcto.

Acabo de ver “Tardes de Soledad” de Albert Serra, que no es extranjero, aunque sea catalán. O, dicho de otra manera, que no lo es precisamente por eso. Y descubro una nueva visión de la lidia, desde una perspectiva insólita, que te mete justo en el espacio y en el tiempo del encuentro en el que toro y torero se cambian los terrenos.

Los que saben de cine han premiado esta película, y entre los que saben de toros hay división de opiniones. La percepción del peligro y la visión de la sangre o de la propia muerte —que se exhiben de cerca y sin añadidos— no puede dejar a nadie indiferente. Aunque a los de pueblo, que hemos visto degollar marranos o descuartizar toros en la misma puerta de la plaza, nos resultará menos extraña. La película va de toros, pero no es de toros. Salvo en los “tres en uno” y unas manoletinas al final, no se ve cómo viene uno ni cómo es llevado por el otro, que al fin y al cabo es el toreo. Falta la geometría taurina orteguiana. La línea recta y la curva aquí desaparecen, se rompen o se cruzan en una visión impactante reforzada con el sonido estremecedor de los bufidos del toro y del estruendo violento del roce de las telas. La sola escena de la cogida del torero contra las tablas y la reflexión del mismo en la furgoneta sobre la fragilidad de su propia existencia, dan justificación y sentido a toda la proyección. La película hay que verla, no en la tele, sino en un cine de pantalla grande y buena megafonía. Y sin palomitas, aunque se pueden echar de menos. Porque, como sucede muchas tardes en los ruedos, llega un momento que se hace pesada. Y es que, en realidad, más que una película es un documental. O un corto —un corto largo— sobre el que hoy es la máxima figura del toreo: Andrés Roca Rey. Hace ya unos años, el aficionado y escritor Antonio Gala, realizó un excelente documental sobre la figura de uno de los más grandes toreros de la historia del toreo, el rondeño Pedro Romero. La serie de documentales se titulaba “Paisaje con figuras” en el que encajaba a cada personaje con su entorno.

Aquí el paisaje alrededor de la figura no va más allá de la propia cuadrilla. Y lo cierto es que no hay rito sin gente, no hay misa sin fieles, no hay sacrificio sin común-unión. Sea como sea lleva razón el gran Antonio Gala en que “si somos ensangrentados y alocados y rudos, no será por los toros, sino al contrario: los toros hacen delicada, dorada y aseada la violencia; la hacen mística y mágica”.




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