Falta un árbol
Tiene la Navidad, en nuestra cultura occidental, la facultad de ser protagonista de felicidades obligadas, y yo, como buen español, lo voy a intentar un año más. Recordaré a mis cariños ausentes aunque no hayan muerto y reiré con los que se dejen ver para no llorar por ellos. Comeré y beberé lo que mi cuerpo me permita y el bolsillo tenga. La Navidad no tiene límites de gasto en colesteroles varios ni dipsomanías evidentes, ni en regalos inútiles, ni en amigos desconocidos, ni en precios, ni en basuras plagadas de langostinos sobrantes, ni siquiera en sentimientos falsos e hipócritas que convierten a los más queridos en simples monigotes buscando un argumento para huir del momento. Son los años los que nos enseñan, o de los que aprendemos, estas duras realidades, ya digo, de felicidades obligadas. Pero no todo es malo, pues esta vorágine de sentimientos encontrados nos concede la oportunidad de profundizar en quien creíamos conocer y nos sorprenden sus virtudes, su capacidad para enfrentar adversidades, su genio y su figura hasta la sepultura dando lecciones de razones para vivir después de haberlo perdido todo una y otra vez. Navidad; luces bohemias que iluminarán las calles y las plazas de los rincones de España donde no ha llovido y no hay muertos ni ganas de poner luces al lodo y la desgracia. En esos sitios no hay leds, ni árboles que los sujeten. Falta un árbol.