Elogio educativo del papel

26 may 2025 / 08:37 H.
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Meses antes de que el “zarpazo” miasténico me separara para siempre de mis alumnos, los centros escolares se vieron invadidos por la tecnología. Cada niño, cada niña, recibió su ordenador personal y cada aula se dotó de un proyector con pantalla incluida. Poco antes ya se habían instaurado las aulas de informática por las que circulaba todo el alumnado en riguroso turno. El futuro parecía estar al alcance de la mano y todo lo que olía a clásico, a memoria, a trabajo y esfuerzo personal se diría ya obsoleto cuando no fruto de mentes y propuestas arcaicas, añejas y poco preparadas para lo que se avecinaba.

El tiempo pasó. Las pantallas de adueñaron todavía más del hecho escolar y todos esperaban a los famosos informes educativos para ver si la revolución de las pantallas, de los ordenadores, habían servido realmente para lo que se supone que iban a impulsar. Al principio, con la duda propia de lo desconocido, los resultados no parecían estar demasiado claros pero el futuro era el futuro y no cabía sino esperar a que el sistema se incardinara correcta y perennemente en el devenir de la educación.

Pero no. Nada mejoró. De hecho, los últimos PISA nos han enfrentado al peor resultado de la historia en Matemáticas y al segundo peor en Lengua y Ciencias.

Lógicamente las alarmas, que ya estaban ronroneando con pitidos atenuados por la esperanza, han saltado con estruendo. Varias autonomías están pensando muy seriamente en limitar el uso de las pantallas en los centros educativos, el gobierno de España ha aprobado recientemente una ley que regula su uso y la comunidad de Madrid, directamente, las aleja del día a día del alumnado de infantil y primaria.

¿Qué ha sucedido? ¿Hemos aplicado mal el uso de la tecnología olvidando medios más tradicionales de enseñanza y aprendizaje? La pregunta esencial es, para varios investigadores educativos, ¿por qué nos lanzamos a esta carrera si no existía realmente una evidencia sólida de sus beneficios y de que estos eran mayores que los posibles riesgos?

La visión de un futuro utópico (-quizá nuestro querido Emilio Lara debía incluir esta huida hacia adelante en su estudio sobre las utopías fallidas-) obcecó y cegó a los responsables políticos y educativos, esos que generalmente tienen escasa o ninguna experiencia real a pie de aula, y ello ha servido de ensayo para prácticamente toda una generación. Un ensayo de algo no probado pero que se metió con el calzador de lo nuevo, lo deseable, lo futurible, en busca de mejoras inalcanzables según lo observado después.

Algún estudio como el titulado “Educar en la realidad” nos avisó ya en 2014 de que avanzábamos por un sendero de supuesta modernidad y progreso que no contaba con las más mínimas pruebas de impacto positivo en la marcha del alumnado. Y, en efecto, sin debate previo, el sistema educativo se digitalizó de la noche a la mañana.

La conclusión es demoledora: el impacto es muy negativo para el alumnado. Se ha perdido, en un porcentaje que debería hacernos pensar, la capacidad lectora y, lo que es aún peor, la comprensión de lo que se lee. Es mucho más superficial y menos intensa la lectura en un medio digital que en el tradicional. Hay un llamado “efecto de superioridad del papel” que indica, según varios estudios, que se comprende mejor un mismo texto leído en papel que en un soporte digital y que las calificaciones de pruebas de comprensión lectora son peores cuando se usan dispositivos digitales. Y no solo eso. La estimulación de las pantallas causa una sensible pérdida en la capacidad de atención. Se habla incluso del “síndrome de inatención digital” que afecta directamente a la consolidación de los conceptos. El consumo de pantallas en los primeros años disminuye el vocabulario de los niños.

Suecia, paradigma en sus avances educativos, ha decidido ya instaurar de nuevo los libros de texto en las aulas volviendo a la llamada “vieja escuela” y los resultados empiezan a remontar. ¿Cuánto nos queda aquí para darnos cuenta del error cometido y subsanarlo?

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