El olvido del centenario de la muerte de Cervantes

11 abr 2016 / 17:00 H.

Mi vida se va acabando, y el paso de las efemérides de mis pulsos, que a más tardar acabarán esta carrera este domingo, en que acabaré yo la de mi vida... adiós, gracias, adiós donaires, adiós regocijados amigos; que yo me voy muriendo y deseando veros contento en la otra vida”, fueron las últimas palabras de Miguel de Cervantes, dictando la que se considera su mejor obra, la inconclusa “Los trabajos de Persiles y Segismunda”. Era el 20 de abril de 1616. Moría dos días después, el 22, aunque aparezca el día 23 en el asiento del libro de defunciones de la vecina parroquia de san Sebastián, unas casas más arriba del despacho en donde, siglos más tarde, fueran abatidos a tiros los sindicalistas de Atocha. Enterrado su cuerpo en el convento de las madres trinitarias, bien enterrado debió quedar, pues aún siguen buscando sus huesos. Y es que, aun muerto, el ahora insigne escritor y entonces denostado “plumilla” sigue siendo un enigma, como fue toda su vida si atendemos a esa curiosa, interesante y extravagante biografía escrita por Fernando Arrabal con el título “Un esclavo llamado Cervantes” (Espasa, 1996).

Ya lo adelantó en “El Quijote: “ Señores —dijo el Quijote—, vayámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño, no hay pájaros hogaño”. Y se fue en abril. La mejor novela para conocer los detalles de su muerte, cargados de ficción, que no es otra cosa que “la verdad de las mentiras”, es la que escribiera Andrés Trapiello: “Al morir Don Quijote” (Destino, 2004) , autor también de “Las vidas de Miguel de Cervantes” (Planeta, 1993).

Ya queda menos para que suenen los timbales y comience la algarabía cervantina en este erial cultural español atareado en asuntos políticos y que ha hecho que los británicos se hayan adelantado en homenajes y estudios sobre el escritor alcalaíno. Ya está listo el escenario para los fastos; aunque duren algunos días, serán breves las celebraciones del aniversario de la muerte del escritor, novelista y prosista, denostado en su época por la entonces corte madrileña de mandarines del “Parnaso literario” madrileño y reconocido años después de su muerte, norma común en esta tierra nuestra más aficionada a homenajes póstumos que a apoyos y ayudas en vida. La pobreza en la que muere Cervantes rubrica lo que más tarde dijo Larra: “Escribir en España es morir”. Aprovecho la efeméride para aconsejar algunos libros para conocerlo mejor (quizá no sean los mejores, pero son los que he leído): Canavaggio, Arrabal, Martin de Riquer, María Teresa León, William Bayron y esa novela de Trapiello, “Al morir Cervantes”. Cada una en su género ofrece sus trayectorias, completa datos y da luz... Y traigo a la memoria su estancia en tierras andaluzas, entre 1587 y 1601, etapa que él llama “El laberinto andaluz”. Entrado en la cuarentena, huyendo de quienes no le dejaban hueco en la República de las Letras de la Villa y Corte, quiso volver a empezar, quizá pensando escapar a Las Indias desde Sevilla. Pero no faltaron quienes se hicieron eco de su vida pasada y no lo recibieron bien. Pese a los chismes, mitad verdades y mitad bulos, tenía sus padrinos, quienes consiguieron que entrara en la Hacienda Real con el encargo de requisar trigo para llenar las arcas que estaba dejando vacías Felipe II, pero sus viejos ardiles hicieron que diera con sus huesos en la cárcel, especialmente en Sevilla, donde comenzó a escribir el Quijote. Los quince años restantes, tras abandonar Sevilla, los dedicó a escribir y a ir arreglando su alma, apegado a clérigos y oratorios hasta su muerte.