El ocaso del paisaje
Herederos de una educación mal desarrollada contemplamos impávidos el ocaso del paisaje español. Hasta la irrupción de la pedagogía krausista, crecimos de espaldas a la naturaleza y ayunos de sensibilidad suficiente para beneficiarnos de su más que caudaloso alimento. Nos referimos, ciertamente, a su contemplación en plenitud y a su convencido acercamiento a la tierra, cuyas sutiles y misteriosas voces no aprendimos a escuchar suficientemente. Un oteo a las llamadas ciencias naturales nos pone ante aquellos pedagogos que, tras largos periodos de reflexión, acordaron salir al campo con sus alumnos para contemplar el paisaje desde el conocimiento de la propia tierra. De modo semejante ocurre con la pintura de paisaje, cuya primera cátedra, hagámoslo notar, y la ultima de las creadas en Europa, fue ocupada por el pintor romántico Genaro Pérez Villamil en 1845. Esto es, superado aquel periodo que, por segunda vez, proponía el regreso al “buen mundo antiguo”. Incuestionable vacío que alienta ese sutil desdén que las personas de ciudad sentimos por la ruralidad y, con todo cuanto sea menester cambiar, con ese prisma que filtra la percepción en torno a dos figuras arquetípicas del imaginario español: Don Quijote y Sancho Panza. Éste, aldeano “paleto” “gañán”..., pero también con dos modos de ver el paisaje: desde el lado interior del salpicadero del coche, o por detrás de las orejas del burro. Mirada que no deja de fomentar distancias y chanzas como esta: “Si el monte se quema, algo suyo se quema, señor conde”.
Equívoco, más que grande grandísimo y residual, derivado de voces acalladas al otro lado de esa nervadura que debería entender la grandeza de nuestro paisaje como placenta, pero también y de modo principal, a estabilizar la andadura del paisanaje. Maridaje y raíz de profundo calado y, sin embargo, lábilmente asentado, cuyos valores no han dejado de ser ninguneados, tanto para quienes trabajan la tierra, cuanto para quienes, de otro modo, también la sufren. En cualquier caso, jóvenes que escapan de unas tierras ásperas que aún humean. Probablemente, no tanto por la angostura que acompaña nuestra agricultura, cuanto por lo incierto de su horizonte y el agostamiento de su paisaje como ejemplar espejo que nos muestra la realidad en cuanto hace al futuro de la tierra. Al cabo, nadie lo dude, somos hijos de la educación y del paisaje que nos modela , nos define y, para mayor abundamiento, nos hace crecer sobre estas “tierras de sembradura”, tantas veces y en tantas páginas así nombradas por don Miguel de Cervantes. Parecería como si Don Quijote se hubiese armado de todo un saber en el que, con generosa sencillez y repensadas metáforas, aúnan tradición y, en algún sentido, ocaso de la modernidad. Ciertamente, a partir del séptimo capítulo, Cervantes nos presenta a Sancho Panza. Figura sosegada de campesino español, cuya tipología ha calado en nuestro imaginario. Sensato personaje de más que abultada carnadura, en contraste con la esbelta y un tanto atrabiliaria hechura de un Don Quijote que, en el segundo capítulo de la magna obra, se arrodilla en una venta que considera castillo, ante un ventero para que lo arme caballero, que ha de montar un rocín, al punto, convertido en Rocinante. El escuálido caballo español que, de tal suerte, lograba superaría en nombre a corceles tan afamados como Bucéfalo, Babieca, Marengo..., tras recorrer esas “tierras de sembradura” que vemos hoy cubiertas de extraños molinos y brillantes placas solares que quiebran repetidamente la constante de nuestra mirada del paisaje, tanto sobre los campos castellanos y manchegos, cuanto por los añosos olivares, cuya contemplación y respeto se nos acerca desde la pintura del siglo XIX. Esto es, desde que la industrialización comenzó a desplazar la mirada del campo hacia esa gran ciudad que hoy no deja de ser cuestionada.