El lenguaje y la política

08 oct 2022 / 16:00 H.
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Todos deberíamos saber, especialmente los gobernantes, que el idioma es un instrumento primordial de la democracia que legitima la convivencia y la comprensión entre los seres humanos. Hace ya bastante tiempo que asistimos a una utilización soez del lenguaje por parte de nuestros políticos en las instituciones, foros y medios de comunicación. El insulto, la descalificación y las verdades a medias convierten el lenguaje en una cuestión carente de ética y estética. Podríamos decir que con demasiada frecuencia los medios de comunicación nos “regalan” un combate verbal, en el que los actores insultan para tomar distancia ideológica, axiológica y emocional de sus adversarios, radicalizando sus posicionamientos en la lucha por seducir a los auditorios en la búsqueda de los votos. El análisis del uso de los vituperios en la esfera política es un ámbito amplio y apremiante para las ciencias del lenguaje, especialmente en un momento donde se viene reconociendo el uso de la violencia verbal como un factor decisivo en las contiendas electorales. Pareciera que lo que da votos es pisotear el tablero, aporrear las mesas y abuchear. El insulto desproporcionado hasta hace poco descalificaba, pero poco a poco el insultar a diestra y siniestra, está cambiando las reglas del juego y el discurso actual pasa por ser un discurso vanidoso que abandona los resortes de la cortesía y los buenos modales incidiendo siempre en los errores del adversario y nunca en los suyos propios. La crítica argumentada es válida pero el insulto no. Cuando se produce un episodio de agresión verbal personal mutua en un debate político, los ciudadanos tenemos la sensación de que los oponentes sienten una animadversión personal y radical que les impide seguir debatiendo sobre la cuestión que los enfrenta. Son muchos los que se amparan en la libertad de expresión, pero también es cierto que por garantizarla no debemos promover una sociedad que normalice y sistematice el uso del lenguaje humillante y vergonzoso. El lenguaje es una forma primaria de interacción social de la que van a depender otras muchas y debe estar adornada por el empleo del lenguaje orientado a entenderse. Es lo que el gran filósofo Jürgen Habermans ha venido en denominar la “acción comunicativa” cuyo objetivo es la comprensión mutua para resolver, con razones, las posibles discrepancias y para ello propone la necesidad de que el lenguaje debe generar la posibilidad de crear una ética, una política y una teoría consensual de la verdad. Debemos preocuparnos por no caer en el discurso del odio e ir desterrando la serie de insultos que utilizan los políticos. Valgan como ejemplos los que se recogen en los diarios de sesiones de diferentes instituciones: facha, incompetente, lacayo de, irresponsable, falso, basura, traidor, palmero, golpista, caradura, caricato, tramoyero, mentiroso compulsivo..., y que para aquellos que no tienen suficiente emerge el insulto y la xenofobia en las redes sociales. Es ya demasiado frecuente el uso del insulto al contrario en el discurso político como forma deliberada de propiciar, por un lado, el conflicto estratégico con el oponente y, por otro, procurar la adhesión emocional de los seguidores. La otra cara de la moneda sería un discurso que llamara a la conciliación y a la tolerancia, que fuera respetuoso con las ideas, creencias o prácticas de los demás cuando estas fueran diferentes o contrarias a las propias. Le correspondería tener como manifestación verbal la consideración y el respeto, mediante el empleo de formas discursivas proclives a aportar beneficios al diálogo democrático. Pero en la práctica encontramos que la intolerancia parece dominar en el discurso de buena parte de los actores sociales. Me preocupa como podríamos abordar este tema en las instituciones educativas porque los que hoy están en ellas serán los futuros gobernantes.

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