El día de las mil Vírgenes
En la desértica planicie de las ideologías centradas en la aridez de la tierra que pisamos, sin la mayúscula que le conferiría soplo planetario, quizá causa extrañeza e incluso asombro el hecho de celebrar el aniversario de un dogma de fe.
Los calendarios, dados siempre a la exaltación de las efemérides, apenas tienen espacio para recordar que han pasado 75 años desde aquel 1950 en que el papa Pacelli, Pío XII, proclamó en la “Munificentissimus Deus” el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma. En Jaén tenemos una “excusa” añadida para tal festejo: la Santa Iglesia Catedral de la Asunción de la Virgen que es la denominación oficial de nuestro vandelviriano templo catedralicio. Curiosamente otro Pio, el “nono” ya proclamó cien años antes otro dogma mariano de absoluta importancia, el de la Inmaculada Concepción en su “Ineffabilis Deus”.
La Asunción de la Virgen era ya una creencia tradicional en muchos lugares. Por ejemplo, en 1638, Luis XIII de Francia consagró el reino a la Santísima Virgen bajo el misterio de su Asunción, declarándola su patrona y protectora e instaurando el 15 de agosto como su festividad. En nuestro país se iniciaron movimientos para que la Asunción se considerara oficialmente a mediados del XIX, destacando fray Jorge Sánchez, obispo del Burgo de Osma, en 1849 y San Antonio María Claret, confesor de Isabel II, en 1863. La reina solicitó oficialmente al Papa la definición del dogma, petición luego secundada también por la reina regente doña María Cristina y por Alfonso XIII.
Lógicamente, un tema de esta importancia tuvo fervorosos defensores y también detractores. Discusiones sobre si María había subido a los cielos en cuerpo y alma de forma previa a su muerte y resurrección o si, por el contrario, se transformó en “cuerpo glorioso” sin mediar separación de alma y cuerpo fueron objeto de discusión y estudio en muchos sectores. Tanto es así que ya en los primeros años del cristianismo Epifanio de Salamina planteó serias dudas al respecto de la Asunción en cuerpo y alma y Timoteo de Jerusalén lo negó tajantemente siendo ambos dos Padres de la Iglesia. Fruto de estas “diferencias” fue quizá el exquisito cuidado de Pio XII al declarar el dogma. Indicó que, infaliblemente, María había subido en cuerpo y alma a los cielos “una vez cumplido el curso de su vida terrena” sin aclarar cómo fue ese momento ni como terminó el curso de su vida.
Obviamente solo a través de los ojos de la fe se pueden dilucidar ciertas teorías. A lo largo de la historia se han sucedido versiones a veces contradictorias como tal vez no puede ser de otro modo. Tal parece que Juvenal, obispo de Jerusalén, en el Concilio de Calcedonia, advirtió al emperador Marciano y a su esposa, que buscaban afanosamente el cuerpo de la Virgen, que ella murió en presencia de los Apóstoles. Posteriormente, al pedir Santo Tomás, abrir la tumba, estaba vacía y que, por tanto, concluyeron que su cuerpo fue llevado al cielo.
Tuvo que ser Juan Pablo II, en 1997, quien aclaró el punto principal: María sí murió como todos nosotros. Y tuvo que puntualizar: si no murió hubiera tenido un privilegio por encima de su propio Hijo que, obviamente, murió en la cruz y para poder resucitar es necesario antes morir. Si María no hubiera muerto ¿cómo habría entrado en la vida eterna?
Han pasado los siglos y, de nuevo, cada 15 de agosto nos enfrentamos a la fiesta “de la Virgen”. Muchos pueblos celebran hoy el día con multitud de actos religiosos y también festivos. El amplio abanico de las advocaciones marianas convoca en el calendario a la Virgen de la Paloma, del Alba y de otras muchas ya que más de 900 pueblos en España tienen como patrona a alguna de las “mil vírgenes” de agosto. En Jaén ayer repicaron las campanas y hoy, esta mañana, tras la solemne eucaristía se procesiona la Virgen de la Antigua, se le presentarán los niños y niñas y, finalmente, se realizará la bendición secular con el Santo Rostro desde los balcones de la Catedral. La tradición sigue ahí. Vivámosla.