El caso rey/Rey

    27 oct 2024 / 12:34 H.
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    Don Juan Carlos es campechano, iletrado y españolón. Miguel de Cervantes escribe que llegó al final de sus días “viejo, soldado, hidalgo y pobre”, pero quizá consciente de que legaba a los siglos una obra literaria sublime e inmortal, y el Emérito se hizo viejo antes que sabio, como el Rey Lear de la impresionante pieza teatral de Shakespeare, y por eso no entiende nada de la odisea de su vida actual: “¿Explicaciones, de qué?”. Eugène Ionesco inventó un rinoceronte para escribir sobre el absurdo de la vida, y el drama biográfico de Juan Carlos I se resume en dos elefantes: el de Botsuana y el de aquel circo junto al que saludaba Bárbara Rey. El Emérito gozó durante lustros de un prestigio total. Porque tras la muerte del dictador quedó investido de un poder absoluto, que Juan Carlos I ostentó hasta la aprobación en 1978 de la Constitución, un poder que acertó a administrar hábilmente para traer la democracia a España, porque por encima del ruido de sables en los cuarteles y de las detonaciones de las parabellum en las calles, comprendió que el gentío anhelaba “su pan, su hembra y la fiesta en paz”, como cantaba el grupo onubense Jarcha. Pero el pasado opera siempre en política, al igual que en cualquier biografía, como una bomba de efecto retardado. Y Don Juan Carlos está acorralado por su pasado. Actualmente por las fotografías y audios de Bárbara Rey. “Solo tenemos treguas”, dijo el filósofo. La peripecia rey/Rey supone una nueva estocada a la biografía de Juan Carlos I.

    Quizás el primer programa televisivo de Bárbara Rey fue aquel remoto concurso de los sábados de principios de los 70, que presentaba el gran Bobby Deglané (ya crepuscular), acompañado por la joven y entonces desconocida actriz. Él repetía: “Bárbara, que está bárbara” (Bobby Deglané fue en los 50 el inventor de la radio moderna en España, el creador de “Carrusel Deportivo”, que dirigió Vicente Marco, toda la radio actual es heredera de la radio que hizo el maestro). Juan Carlos I debió quedar prendado, entonces o años después, de aquella chica. El dramaturgo Albert Boadella sostiene que la vida del Emérito supone una tragedia que supera a la de cualquier rey de las obras de Shakespeare. Juan Carlos tuvo una juventud terrible, dramática, preso en la cueva de la dictadura y en los golpes de su propia vida. Dicen que mientras vivió el dictador fue feliz y fiel en su matrimonio. Pero se desató después. En todo. Paul Preston, su biógrafo, sostiene que una mañana debió preguntarse: “¿Y qué hay para mí?”. Y de la férrea disciplina del internado, de la monotonía palaciega de La Zarzuela, saltó al chalet de Bárbara Rey, que ha contado en un documental: “Parecíamos una pareja normal”. Quizás el rey añoró ser un hombre normal.

    Don Juan Carlos es ahora un anciano perseguido por su biografía que vive exilado en Emiratos Árabes, a decenas de miles de kilómetros de España. Y España es un país cuya salud política y democrática se ha debilitado alarmantemente durante los últimos años. Queda la interrogante de si este país anémico de autoestima puede permitirse que el Emérito muera en el exilio. Don Juan Carlos tiene, pese a los desvanecimientos de su biografía, un lugar en la Historia. La España actual, con tanta política populista al acecho, con tanta relectura aprovechada del pasado y del presente, no debe permitirse el fallecimiento de otro monarca en el exilio. Porque este anciano devastado fue un día Juan Carlos I, creador del “juancarlismo”. No sé si me explico.




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