El arco perdido

07 sep 2021 / 17:32 H.
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En busca del arco perdido, los aventureros vagan por entre la bruma del tiempo, y descubren atónitos en la penumbra de las empinadas callejuelas, el arco de una iglesia y en su interior el cadáver de un rey. En Jaén hay un umbral del medievo. Si lo atraviesas, ten cuidado, porque te puede conducir muy atrás en el tiempo. Es posible, también que si te sitúas junto al arco, al respirar, en alguna bocanada, notes un cierto sabor a incienso. Y es que el aire sagrado de una fantasmal iglesia flota todavía, en los alrededores. Una vieja iglesia, la de San Lorenzo, derruida por culpa de alguna maldición. Del viejo edificio religioso, en pie solo queda el arco, como una reliquia del pasado legendario. Y es una construcción que atesora importantes historias. Su interior sirvió de último lecho, tiempo atrás, a un monarca del reino de Castilla.

Cuando el cuerpo tumbado del hombre más poderoso del país yace sin vida en el interior del arco. Los que lo velan susurran que el rey tal vez ha sido víctima de una maldición. Unos días antes, no muy lejos de allí, dos caballeros, dos nobles de la Castilla medieval ruedan y se agitan encerrados en una jaula de hierro con púas en su interior. Los hombres sufren el filo de las púas en el filo del abismo.

Poco tiempo atrás, el Rey Fernando IV llega, desde lejanas tierras hasta Jaén y desde allí viaja hacia la cercana ciudad de Martos. Los lugareños están alegres pero también sorprendidos por la visita real. Señalando a dos de los nobles que han ido a recibirle, el soberano de Castilla grita con furia sobre crímenes, culpables, sentencias y condenas.

Los marteños asisten atónitos al prendimiento de los hombres, dos nobles caballeros de la orden de Calatrava apreciados por todos, que reclaman ser escuchados por el obstinado monarca. Escalad los viejos riscos de la peña de Martos y prestad oído al viento, por si aún queda alguna ráfaga muy anciana y locuaz que os pueda soplar secretos de los condenados que lanzan atroces gritos en su última hora. Al oír la sentencia los hermanos Carvajales proclaman, señalando al cielo, su inocencia, pero el rey no tiene oídos para sus razones y sus ruegos.

Todos los grandes reyes necesitan un sobrenombre. El Conquistador. El Santo. El Sabio. Y Fernando IV, que carece de apelativo, busca desesperadamente un apodo que se pueda unir, por siempre, a su nombre. Las piedras y las rocas de la Peña de Martos girando y girando ante los ojos de los condenados, a una velocidad que jamás imaginaron.

Cuando están a punto de ser arrojados por el abismo, gritan, al unísono (sus voces coordinadas estremeciendo a los presentes) un anuncio dirigido al monarca: “Te emplazamos a unirte a nosotros en
el tiempo de un mes
para que Dios juzgue lo que nos haces”. En el funeral del rey, todos sus acompañantes, en silencio, haciendo cuentas. Los dedos de los cortesanos calculando el tiempo transcurrido entre la repentina e inexplicable muerte del monarca y el día en el que los Carvajales lanzaron su maldición.

El gesto lívido de todos los presentes confirma que las cuentas cuadran. El
rey fallecido por fin ha logrado, en el último instante de su reinado, un sobrenombre. La noticia se propaga por todas las tierras de Castilla. En el arco de San Lorenzo de Jaén, yace muerto el rey Fernando IV, el Emplazado.

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