Donde crecen los días

09 jun 2025 / 08:44 H.
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El tiempo se estira en la escuela, se alarga como goma de mascar entre los dedos infantiles. Un solo día contiene esfuerzo, conflicto, alegría y aprendizaje. A veces, una niña, un niño, un adolescente, puede salir distinto a cómo entró por la mañana porque la escuela encierra un universo paralelo, donde familias, docentes y estudiantes avanzan entre incertidumbres, guiados por una fe callada en lo que crece sin ruido. Está a punto de llegar el último día del curso y eso, como maestra, me desordena por dentro. En un instante, el año se despliega ante mí como un mural infantil: lleno de colores gastados, frases alentadoras escritas con rotulador grueso, dibujos que rebosan imaginación, pisadas veloces estrenando el patio, recreos de teatro improvisado y canciones y poemas que celebran los días importantes que dejan huella. En el centro de ese mural late la certeza de haber estado: de haber sido parte del milagro de la transformación.

A finales de junio, la escuela huele a suelo caliente, a virutas de madera y témpera seca, a paredes que han absorbido meses de voces. Las niñas y los niños ensayan bailes bajo el zumbido de los motores del aire acondicionado, mientras el proyector lanza su silbido grave y el teclado del ordenador teclea su percusión seca. El calor llega cada vez más temprano, y siempre nos sorprende. Los recreos se nos hacen pequeños, el alumnado protesta: quiere seguir jugando, está cansado de libros y fichas. El equipo docente, con rostros fatigados, sabe que detrás de cada coreografía se esconde el vértigo de haber alcanzado el final de curso.

El año escolar se sostiene en equilibrio sobre un hilo invisible que solo percibe quien pertenece a la escuela. Todo comienza en septiembre, con un sol que aún engaña, los colegios respiran y abren los brazos. Se reparten libros que crujen, se cuelgan carteles de bienvenida, se forman filas inseguras. Para quienes enseñamos, septiembre es mezcla de ilusión y alerta: conocemos a nuestros grupos, detectamos huecos, escuchamos silencios. Las familias, mientras tanto, ordenan horarios que deben encajar como piezas de un puzle sin modelo.

Octubre y noviembre traen el trabajo de fondo. Las agendas se llenan y aparecen los primeros conflictos. Se evalúa, se diagnostica, se pone nombre a lo que se intuyó al principio. En clase, emergen los miedos: quienes evitan leer, quienes buscan siempre el mismo rincón. Ahí empieza el acompañamiento: cuando el aprendizaje pasa por saber mirar de cerca, sin juzgar.

En invierno, la escuela se convierte en refugio. Dedos helados y bufandas llenan el aula. Diciembre suena a villancicos, pero también a exámenes. El trimestre cierra con prisas y cuerpos exhaustos. Enero no siempre empieza con fuerza: hay que recomponer ritmos, volver a tejer vínculos. Las tutorías se espesan: se habla de sueño, de hábitos, de lo que no cabe en una libreta. No resulta fácil abordar ciertos temas, pero quienes aprenden necesitan que estemos: que seamos presencia verdadera.

La primavera irrumpe como una avalancha. Marzo, abril y mayo condensan excursiones, proyectos, pruebas externas. Todo quiere pasar a la vez. El profesorado resuelve conflictos en los pasillos, escribe informes en huecos imposibles, apaga fuegos emocionales. Pero también florecen cosas: razonamientos más complejos, vínculos sólidos, gestos de cuidado, aprendizajes que no están en el libro, sino en la voz de quienes acompañan. Y, de pronto, un estudiante se sincera, una familia agradece el trabajo realizado, y todo adquiere sentido.

En junio, el esprint final. Evaluaciones a deshoras, carreras para cerrar el temario, ensayos, graduaciones, entrega de notas. Discursos, vídeos, abrazos que condensan años. Las celebraciones no son un trámite: son la manera de decir que lo hemos logrado. Porque eso es la escuela, con todas sus luces y sus grietas: el lugar donde crecen los días. Donde se aprende a leer el propio nombre sin olvidar el del otro, a mirar sin herir, a caer y a levantarse.

Cuando todo acaba —los bailes, los discursos, los aplausos— queda la clase en silencio. Paredes desconchadas, persianas que no bajan del todo, ventanas que no cierran, estanterías vacías. Los murales han dejado huella. Queda también ese momento íntimo en que los docentes soltamos la mano de los estudiantes y comprendemos que ya pueden seguir solos. Eso es lo que permanece en nuestra memoria. Ese hilo invisible que se estira en el tiempo y nos une para siempre.

Hay días que parecen eternos, y otros que se deshacen en un suspiro. Pero todos ellos, los lentos y los intensos, los que duelen y los que estallan de alegría, caben en la memoria como si fueran uno solo. En la escuela, los días no se miden en horas: se miden en vínculos, en subidas y bajadas, en juegos y trabajo duro, en risas y llanto, mientras afuera el calendario corre a un ritmo distinto.

Tal vez por eso, cuando termina el curso, no termina del todo. Un recuerdo permanece en quienes fuimos parte de él: la certeza de que los días, si se viven con entrega, crecen como la masa del pan, que necesita calor y espera.

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