Doce a uno
Ocurrió una lluviosa noche de diciembre. La selección española le encajó doce goles a la de Malta. Ayer, un reportaje de televisión me lo recordó. Aquella gesta futbolística la viví con mi madre. Mi padre estaba trabajando, mi hermano en sus cosas, mi madre sentada en el sofá del salón, tejiendo con largas agujas grises alguna prenda de colorida lana, yo acomodado en un sillón, tejiendo con gran nerviosismo el sueño que, a la postre, se convirtió en realidad. Según iban avanzando los minutos, mi madre comenzó a interesarse por el partido y acabó celebrando conmigo cada gol, entre saltos, risas y abrazos. Le pedí que rezara para que aquel milagro aconteciera y ella lo hizo, rezó por la ilusión de su hijo. Fue una noche mágica para ambos y no por el fútbol, hoy lo sé. Mi madre partió hacia el infinito hace demasiados años, sin envejecer, sin que el tiempo lograra pasarle por encima. No recuerdo su voz, perdida entre la bruma de mil noches en vela. Recuerdo su sonrisa esculpida en el rostro y su derroche de comprensión e indulgencia. Mi madre, como las madres que son buenas, que no todas lo son, perdonaba incondicionalmente. Sí, ayer me acordé de mi madre. Hay que acordarse de las madres... cada uno de la suya, se entiende, no vayamos a empezar a faltarnos.